jueves. 28.03.2024
CON LA VIDA POR DELANTE

Carta

Querida Ángela:

¿Cómo empezar a relatar una vida entera?, créeme, no será fácil.

Hubiera preferido poder contarte mi historia en persona. Mirándote a los ojos.

Nací el 20 de agosto de 1925 en el seno de una familia acomodada. En  una gran ciudad; Madrid. 

querida angela (Copiar)

En los primeros años de mi vida, sentí el amor de una familia que me adoraba. Tenía todo cuanto podía necesitar. El apoyo de mis padres para cumplir todos mis sueños y la suerte de poder acceder a una buena educación.

Qué irónico fue pensar que mi felicidad era intocable. Qué idiota fui al imaginar que la burbuja en la que vivíamos se mantendría intacta para siempre. En 1945 la empresa de mi padre fue a pique tras meses de dura agonía. Las deudas nos obligaron a desprendernos de todo cuanto poseíamos. A finales de ese mismo año, aquel que habría de marcar un antes y un después en nuestras vidas, tuvimos que huir ante el acoso de quienes reclamaban lo que era suyo.

Lejos de la hermosa ciudad que nos vio crecer, a mí y a mis dos hermanos pequeños, nos vimos obligados a instalarnos en un pequeño pueblo olvidado de España: la vieja casa de mis abuelos maternos nos esperaba.

Mis padres perdieron la sonrisa. La felicidad se fue sin avisar y la pobreza más extrema se cebó con quienes lo tuvieron todo.

Una tras otra vinieron las desgracias. Parecía como si hubiésemos gastado toda la felicidad que nos tocaba vivir en este mundo.

Mi padre, nos dejó once meses después de llegar al pueblo, aquejado por una enfermedad que los médicos no supieron identificar. Mi madre fue tras el amor de su vida dos meses después….

1946. Sola. Con 21 años, en un lugar desconocido para mí, al cuidado de mis dos hermanos mellizos de 12 años, sin recursos, ni trabajo alguno. Sentí que el mundo entero recayó sobre mis hombros. Habíamos sido educados en los mejores colegios, pero no sabíamos cómo sobrevivir en la vida real.

Intenté conseguir un empleo como maestra en la modesta escuela del pueblo. Pero, el entonces alcalde, pensó que una mujer no estaba a la altura del cargo.

Consideré la posibilidad de irnos de aquel lugar, pero, ¿a dónde?, no conocía a nadie, ni parientes cercanos, ni amigos, nadie que pudiera auxiliarnos. Mi única familia habían sido mis padres y mis hermanos.

La desesperación es el peor de los consejeros. La desesperación me llevó a unir mi vida a la de un monstruo.

Ernesto, mi marido durante más de cuarenta años, me ofreció algo que no pude rechazar. Vendí mi cuerpo y mi alma a cambio de una vida mejor para mis hermanos. Prometió que nunca nos faltaría un plato de comida y un techo sobre nuestras cabezas. Además, consiguió vender, a un buen precio,  la casa de mis abuelos y con el dinero saldamos las deudas que aún quedaban por liquidar. Libres de ataduras, con una nueva vida por delante, pero, ¿a qué precio?

Mis hermanos y yo trabajamos duro, en el campo, para pagar esta nueva vida que tan cara nos había salido. Con los años, mis hermanos crecieron y se marcharon alentados por mí en busca de una vida mejor. Ellos debían de volar libres, para mí, ya no había otra salida. Las cartas que me enviaban contándome sus aventuras, sus alegrías y tristezas eran una vía de escape que compensaba el dolor de no volverlos a ver.

Muchas veces pensé que la tristeza fue la culpable de la perdida de mis hijas. Cuatro veces me quedé embarazada, de cuatro niñas que no llegaron a nacer.

Pero Ernesto no era de los que se daban por vencido. Él deseaba tener un hijo. A toda costa. Estaba obsesionado con tener un digno sucesor al que trasmitir sus enseñanzas y su legado, y lo haría, conmigo, o sin mí.

Una noche, Ernesto, entró en nuestra habitación, llegaba tarde, más de lo habitual. En sus brazos traía un bebé recién nacido. Su hijo. Suyo y de alguien a quien nunca conocí. Me dijo que sería nuestro a los ojos de los demás. No me permitió saber más de lo necesario.

Juro que lo intenté.  Con todas mis fuerzas. Te doy mi palabra.  Juro que intenté amar a Fernando como a un hijo, pero no pude. No pude. Cada vez que le miraba veía a Ernesto, cada vez que intentaba darle mi cariño veía los cuerpos sin vida de las hijas que se marcharon. No era capaz de estar cerca de ese niño sin sentir rabia.

Dos años después, Isabel, llegó a mi vida. Ella me salvó. No sé cómo, pero sentí que era mía, aunque no lo fuese, como si la vida me hubiese concedido una tregua.

Una fría mañana de invierno, Isabel, llegó a mi puerta, entre mantas, dentro de una cesta de mimbre. Era tan preciosa. Sus ojos estaban abiertos de par en par, miraban, curiosos, como si quisiera decirme algo. Rápidamente la metí al calor de la estufa de leña que ardía en el hogar.

Ernesto, se opuso a que nos la quedásemos. Habían sido incontables las ocasiones en las que yo tuve que acatar sus órdenes. Nunca le pedí nada en toda mi vida, pero esta vez debía de escucharme. Al igual que yo tuve que apartar la mirada cuando Fernando llegó a mí, él debía hacerlo también con Isabel. De no ser así, sería capaz de algo horrible. Esteban me miró a los ojos y supo que no tenía otra opción. Esa fue la única vez en mi vida que mi voz sonó por encima de la suya.

Legalizamos la situación de la misma manera que lo hicimos con Fernando.  A golpe de talonario. Eran otros tiempos. No me enorgullezco de ello pero, lo hecho, hecho está.

Mi pequeña creció protegida del mundo y de todo aquello que pudiese dañarla. Nada me importaba más que ella, ni mi propia vida tenía tanto valor.  Su amor me ayudó a olvidar y no hay día en el que su imagen no acuda a mi memoria rompiéndome el alma en mil pedazos.

La última vez que vi a Isabel fue el día en el que cumpliría dieciocho años. Aquella noche, como todas las noches, entré en su cuarto para darle un beso antes de  dormir. Pero, no estaba. Se había marchado. Sin dejar rastro, ni una sola razón.

Perdí la cabeza. La busqué sin descanso. La lloré cada noche….hasta que comprendí que se había marchado de la misma manera que había aparecido.

Ahora, en el final de mi vida, consumida por el recuerdo, descubro que existes y no deseo marcharme sin que sepas que yo también he existido y formo parte de tu propia historia.

Probablemente acabaré mis días sola. No sufras por mí, no te sientas obligada a venir a verme,  me llevo  el recuerdo de aquellos que amé y me amaron.

Esta carta es tan solo una pequeña pincelada dentro de un gran cuadro del que aún te queda mucho por entender. Te esperaré, aunque nunca aparezcas. Las señas, en el remite.  

Hasta siempre…

María; tu abuela.

 

Carta