martes. 23.04.2024
CON LA VIDA POR DELANTE

Diario

No sé exactamente por dónde empezar. Lo más acertado sería hacerlo con un “Querido diario”. Pues bien, hoy, 11 de diciembre de 2004, comienzo mi diario, o mejor dicho mi terapia. 

Benjamin Lacombe
Benjamin Lacombe

Mi psiquiatra afirma que poseo una imaginación desbordante, preocupante. Que desordeno y adultero con facilidad los hechos. Su consejo y prescripción médica, además de la ingesta de cantidades industriales de medicinas que anulen mi problema, es escribir un diario. Su posterior análisis pertenecerá al trabajo conjunto al que ambos nos someteremos una vez por semana de cinco a seis en la sobriedad de su despacho.

Las pautas a seguir son la honestidad conmigo misma, no renunciar, a priori, a mis verdaderos pensamientos. Un bufet libre de instintos y sensaciones. Supongo que después vendrá la parte necesaria de la castración. Anular lo que no sea normal. Eliminar ese comportamiento tan opuesto a lo políticamente correcto.

En este caso, como en todo, es necesario ver las cosas con perspectiva. Ver el principio, el origen, sería una buena manera de entender cómo he acabado haciendo este ejercicio marcado con el que pretenden curarme. Espero saber hacerlo. El diagnóstico es claro, fantasía y desorden, así, a grandes rasgos, sin las matizaciones que se desarrollan con todo lujo de detalles en el informe de más de treinta páginas que me define. A mí y a mi enfermedad. Como ya he dicho, espero saber hacerlo. Intentaré no alterar la realidad, ni ser excesivamente fantasiosa, poder detectar y exponer el problema para después extirparlo.

Hasta hace cinco meses yo era una persona normal. Una joven de 22 años en su cuarto año de carrera de periodismo, una chica socialmente aceptada, atractiva, de buena familia, sin traumas en la mochila, sofisticada y segura de mi misma. Hasta hace cinco meses yo pensaba que el mundo era una sugerente manzana roja; madura, dulce, apetitosa. La tenía al alcance de mi mano y no dudaba en darle un buen mordisco siempre que me apetecía. Sí, el mundo era mío. Era poderosa en mi pequeño universo y me gustaba.

Podríamos localizar el principio de todo este tema en mi clase de Análisis de la actualidad. Cada uno de nosotros debíamos de analizar la información emitida, a ser posible en distintos medios, sobre un caso concreto. El plus estaba en, además del correcto análisis de la noticia visto desde varios medios y puntos de vista, obtener información propia sobre el tema y elaborar una línea paralela que aportase un nuevo enfoque.

Yo siempre fui escéptica con estos temas. Fantasmas y más allá eran solo palabras sin más contenido que el que la imaginación y el séptimo arte podrían darme.

Localicé varios medios locales que sacaron la noticia a la luz. Una familia de un barrio de Madrid compuesta por un matrimonio de edad avanzada y su único hijo de unos cuarenta años aseguraban, al borde del colapso, que su casa recién estrenada estaba embrujada. Hacía apenas dos meses que se habían mudado buscando un piso más adaptado a las necesidades especiales del matrimonio.

Leí los detalles del caso con la misma emoción que un cirujano abre su primer paciente en busca de esa chispa que le hizo ser una cosa y no otra en la vida. La llamada de la vocación es ese placer que nos hace apasionarnos con aquello que más que un trabajo es una forma de vida. Esa entrega fue tal que no me conformé con la investigación prudencial y pautada con la que la profesora organizaba el trabajo de campo. Yo fui más allá, mucho más allá.

Lo llaman don. Esa capacidad de ver y sentir lo que no se muestra a simple vista. Esa capacidad para detectar lo que se esconde en otras dimensiones, otras frecuencias que se entrelazan con la nuestra. Juraría que no recuerdo haber experimentado las bondades de poseer ese don que nos convierte en extraños. Sí, en extraños. De repente, los que afirman poseerlo pasan a ser unos apestados, unos locos que hay que curar. Unos viajeros entre el acá y el allá que no pertenecen ni a un lado ni al otro.

El día que entré en esa casa algo se despertó en mí.

Los recuerdos andan desordenados. Las sensaciones fueron quienes me guiaron.

La familia aún vivía allí, muy a su pesar. Todos sus ahorros estaban metidos en ese piso de 90 metros cuadrados. No fue difícil acceder a ellos. Estaban desesperados por recibir ayuda y cualquiera que apareciera en su infierno para darles un poquito de oxígeno aliviaba sus almas atormentadas.

Lo primero que percibí fue el fuerte olor a incienso. Alguien les había dicho que era una buena manera de purificar el ambiente. La luz penetraba radiante en el salón y el pasillo principal y aun así zonas oscuras se hacían notar con notoria insistencia. Una fuerte presión se alojó en la boca del estómago. El hijo del matrimonio me dio la bienvenida amablemente y me condujo a la soleada estancia y me invitó a sentarme en una bonita silla de madera tapizada de alegres motivos florales.

La sensación de una mirada penetrante llena de ira me obligó a mirar atrás. Ambos sabíamos de la existencia del otro y de que, aunque vibrábamos en frecuencias distintas, podíamos percibirnos en aquel espacio y en aquel tiempo. Tragué saliva, aquella experiencia era totalmente nueva para mí. Si no salí corriendo en ese instante fue porque mi cabeza no atinaba a metabolizar aquel bocado indigesto que aún me cuesta digerir.

Sí. Algo se despertó en mí. Una luz de neón, una llamada insistente, yo que sé. Aseguran que me he vuelto loca, pero yo no lo tengo tan claro. 

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