jueves. 28.03.2024
CON LA VIDA POR DELANTE

"El escritor"

El pánico encogía el alma del escritor. Frente a la máquina, el folio en blanco esperaba en el rodillo que lo atenazaba, vigilado de cerca por las teclas de amenazantes letras.

Los dedos titubeantes del artista acariciaban la vieja Olivetti. Había olvidado el placer de ser dios en sus dominios. Recordaba con tristeza los días en los que vibraba entre la música y la letra de sus canciones. Mundos enteros se alumbraron entre la magia de sus dedos.

Guardaba, como un tesoro, esos primeros cuadernos. Cuando aún no era nadie. Cuando lo era realmente todo. Doña Pepa andaba presurosa entre sus páginas, soñando que era una gran costurera del Madrid de finales del siglo XVIII. Patricio, el conserje del grandioso Hotel San Juan, seguía leyendo las novelas de Poe,  pensando que había un misterio por resolver detrás de cada uno de los clientes que traspasaba la enorme puerta giratoria, esa que separaba el mundo real de su pequeño universo de novela negra. Amelia, la chica para todo de la carnicería de la esquina, aún tenía su sueño anclado entre las estrellas fugaces; leía con fruición a Freud, Kant, Nietzsche, entre otros. Era una gran pensadora escondida entre mollejas y carrilladas de cerdo. Mientas que Manuel, el eterno estudiante para abogado, por fin se atrevía a dejar a María, esa novia de toda la vida con la que no deseaba compartirla.

Eran muchos los nacidos bajo su pluma, y aun así, los recordaba a todos sin olvidar ni uno solo de los detalles que les hacían ser lo que eran.

Pero fue Madame Rosalie y su decadente existencia la que elevó al escritor del sueño a las altas esferas de la vileza. No tardó mucho en dejar de escuchar la música y su vibrante melodía. El alma coartada por la maquinaria del mundo editorial acabó por acallar las voces del artista. Cambió de género y dejó de ser diosa para convertiste en dios; un creador pusilánime al servicio de las masas y los intereses de sus benefactores.

El folio en blanco le esperaba, pero ya no sentía las posibilidades. No había viento que susurrase en su oído, ni palabras que emergiesen del rincón más recóndito de su mente. Las imágenes ya no le invadían como un torrente de sensaciones inevitables. Se había perdido.

El escritor se levantó de la silla. Ya casi ni recordaba su nombre. Las siglas de la nueva identidad se repetían en el dorso de los centenares de libros que viajaban por todo el país. Se miró en el espejo del despacho. Necesitó hacerlo para saber quién era realmente, la diosa o el dios impostor. Y no supo qué decir al respecto.

Dejó atrás la Olivetti y la hoja fría que esperaba. Abrió todos los cajones del escritorio. Entre cartas y pequeñas anotaciones encontró la pluma que perteneció a la abuela, la repasó con la yema de los dedos. Volvió a memorizar sus rasgos y hendiduras. El pulso le temblaba, era como aprender a andar de nuevo con la certeza de que caerá mil veces.

"El escritor"