jueves. 28.03.2024

Un nuevo fragmento del autor de "La Galana", el valdepeñero Carlos Isidro Muñoz de la Espada. Ya nos habló sobre la Romería a Consolación en 1807 y sobre "El saqueo de la Ermita en 1808". Hoy nos trae "la destrucción de la ermita de Consolación". Temas de la historia de Valdepeñas muy interesantes que iremos sacando en capítulos para que los conozcais. Todo ello a propósito de la Visita Extraordinaria que realizaba la Patrona de la ciudad a Consolación.

Fragmento de la novela "La Galana"

de Carlos Isidro Muñoz de la Espada, capítulo XXII, parte III

En el último ataque de la guerrilla de Chaleco más allá de Albacete, en tierras de Murcia, quedaron muertos tres mozos jóvenes que aún aprendían el arte recién inventado de guerrear en bandidaje. Uno de estos muchachos era el quinceañero Juan Ramón, hijo de la Fraila y única persona que ella tenía por familia.

Tras haber rondado sin destino por las revueltas calles de Valdepeñas, sorteando asesinatos, desalojos, robos y violaciones, y después de haber impregnado con el nombre de su hijo hasta la última esquina de la villa, la Fraila se echó al campo, desolada, siguiendo la senda de su instinto. Entre la mies y su alma sólo había un halo de extrañeza. Ni los recordados cultivos ni las sierras lejanas eran las mismas. Estaba sola en el mundo enrarecido. Su alma había trascendido los límites de los desórdenes y se elevaba sobre la nueva sociedad y la nueva vida oscura que se teñía de carbón y dejaba atrás siglos de luces y colores. Habría luchado hasta el fin por sacar a su hijo adelante, por mostrarle que la esperanza estaba ahí, a la vuelta de la esquina, pero ahora, ¿por quién iba a luchar? ¿A quién le iba a interesar el transitar desconsolado de una madre sin hijo y de una esposa sin marido?

Aun así, algo le quedaba. Solitaria en el Camino Real, abandonada desde hacía tres años la ermita de Aberturas, su antigua casa aguardaba a que alguien se acordara de ella y volviera a abrirla, y a que la patrona regresara a ocupar su hornacina principal. La Fraila acudió hasta allí dejándose arrastrar por el viento. Tal vez se dejara morir entre sus pilares, o se encerraría hasta que el aire y la tierra de la provincia se limpiaran y renaciera ante ella la nueva humanidad que tuviera que surgir.

La ermita no había sido ajena a la guerra. La encontró abierta de par en par y muy revuelta. Tanto franceses como españoles habían hecho de ella su cuartel improvisado, y se veían los restos de hogueras y de camastros donde habrían hecho noche las águilas de las batallas. Sin saber muy bien por qué, la santera recibió el soplo del universo silbarle los oídos, y comenzó a transformar su ermita en una fonda que pudiera acoger a los huéspedes que representaran en el teatro de su conciencia la familia de que carecía. Lo limpió todo, acondicionó las capillas laterales para dormitorios, el salón central de comedor pastoril y el ábside de almacén.

Fue el 22 de mayo de 1811 cuando Francisco Chaleco logró desalojar el cantón francés de La Solana, a tres leguas y media. Doscientos infantes franceses tuvieron que abandonar la villa, pereciendo a manos de la guerrilla doce hombres. No pudieron huir al norte, ni tampoco en dirección a Manzanares, por donde escaparon los españoles tras lograr su objetivo; así que se acuartelaron en la vieja ermita que la Fraila tenía acondicionada hasta que la compañía francesa de Manzanares o la de Valdepeñas pudieran socorrerles.

Fue un encuentro misterioso para aquellos soldados. Esperando hallar la vieja ermita abandonada y polvorienta, se abrió ante ellos la muy diferente imagen de un palaciego comedor, con el suelo servido cual banquete de gachas, pistos, migas y gazpachos; abundantes en agua, sí, pero profuso convite al fin y al cabo. La Fraila los estaba esperando, y les indicó el lugar del ábside para que almacenaran allí a buen recaudo la balística y municiones que consiguieron salvar de La Solana.

Más de cien soldados franceses entraron al festín, creyéndose brindados por la providencia de los antiguos dioses romanos, que por su ahínco, despertaban al fin en las torradas tierras manchegas. El exótico jardín, soñado oasis de los árabes que todavía espiritaban España, emergía ante sus ojos y los envolvió, cayendo directamente en los brazos del vino, olvidando que la santera los había encerrado. Bebieron y comieron hasta cocerse unos junto a otros, embutidos entre los muros de la ermita, y con la misma paciencia de los días anteriores, la Fraila esperó a que se durmieran.

Se puso nerviosa al ver los últimos rayos del sol sangrar en el horizonte. La venganza se le había presentado sola. Alguien se la había colocado en bandeja dentro de su propia ermita. Los diablos que la habían desheredado retozaban y dormían aparentemente seguros, como reyes. La Fraila paseó alrededor del templo y se llenó el pecho de aire. ¡Debía tener valor! Se acercó a la tenue hoguera, que se moría igual que el sol, y prendió una de las teas que desde hacía años le habían servido para iluminarse en el camino. Entró por la puerta de la sacristía y apareció en el ábside con el fuego en sus manos. Allí, en lo alto del altar, bajo la hornacina vacía de la Virgen, llamó a sus invitados a gritos para despertarlos:

―¡Franceses!, ¡franceses!…

Los soldados se revolvieron y fueron despegando sus ojos. Al ver la luz de la tea y la silueta de la pelirroja viuda alarmarles, temieron lo peor. Llamaron los de adelante a los de atrás, recogieron sus armas. Estaban convencidos de que la partida de Chaleco había regresado para atacarles de nuevo. Intentaron salir, pero las tres puertas estaban atrancadas. Sólo quedaba abierta la pequeña portezuela del ábside que la santera acababa de atravesar. La Fraila mantuvo el temple y tornó a increparles:

―¡Malditos diablos! ¡Asesinos! ¡Violadores! ¡Tiempo tuvisteis de regresar con lo que quisierais a vuestra Francia!

Los franceses no comprendían las palabras de la mujer, y no sabían si eran de contingencia o de insulto. Les dio tiempo a mirarse los rostros y a tratar de adivinar la hora que era, aunque la mujer los maldijo.

―¡Por mi hijo, que esta ermita que profanasteis sea ahora vuestra tumba!

Y diciendo esto, la mujer hundió la tea en los barriles de pólvora que estaban apilados junto a ella. El estallido se expandió por los campos y de nuevo la llanura se iluminó con la impetuosa lumbre, venciendo la gran cúpula sobre las cabezas francesas. Todos murieron en el silencio, sin testigos, y sería esta acción la cruz de honor y del orgullo de Francisco, pues fulminó una sola mujer la compañía que a él se le escapara.

Continuará...

Sobre la destrucción de la ermita de Consolación