martes. 14.05.2024
LAS HISTORIAS DE KUKA

Capítulo XVI. María, mi madre

Era el año 38, cuando vino al mundo mi madre. Imaginaros la situación que había entonces, una guerra, después una posguerra que dejó muerte y miseria en nuestro país. Mis abuelos, exiliados de su pueblo por culpa de las separaciones ideológicas, tuvieron la suerte de pasar los primeros años en la finca acomodada de unos amigos.

Pero cuando volvieron a su lugar de origen sólo encontraron en ruinas sus propiedades y miseria alrededor. Mi abuela, a pesar de tener siete hijos vivos y dos enterrados por culpa de los acontecimientos, intentó que a estos no les faltara nada para seguir adelante. Cuando la mayoría de sus hijos crecieron, emigraron para buscar sustento.
María, mi madre, iba a la escuela, con un trozo de pan duro y una pizarrita vieja bajo el brazo. Siempre quiso ser maestra de mayor, pero claro, sus metas no podían realizarse por culpa de la diferencia tan grande que había por entonces, pues sólo estudiaban los ricos. Pero a ella nunca le faltaron ganas de reír y de jugar. Su madre le hizo una muñeca vieja con retales y nunca se separaba de ella.

Por las tardes tenía una cabra, a la que sacaba de paseo para poder tener algo de leche, pero por las noches al calor del fuego nunca faltaron historias de príncipes y princesas con dragones y finales felices, que tanto le hicieron soñar y alimentar su alma. A pesar de su pobreza su madre, que venía de una familia muy acomodada, le enseñó a portarse como una señorita, con una educación exquisita y buenos modales, pensando que le ayudarían en la vida.

Cuando era adolescente, todas se fueron a servir a la capital y más de una volvió llorando, con una barriga hecha a conciencia, alimentada de promesas de hacerlas unas señoras bien acomodadas en lujosas casas. Mi abuela le enseñó a bordar mantillas para esas señoras y así poder ayudar en algo al hogar. Con mucha imaginación y un trozo de tela se hacía sus vestidos de los domingos y después a bailar un rato a la sala de la sacristía, con una vieja radio o un acordeón. Era una época en la que aunque no hubiera tanto, no faltaban las ganas de divertirse y pasarlo bien.

En esos bailes, había un chico que la miraba mucho y la seguía hasta su casa, rondándola seis meses antes de decirle hola. Un buen día se le cruzaron los cables y le echó arrojo para decirle que le gustaba. Cogió un perro abandonado que había por allí y con la excusa de regalárselo, le declaró su amor en la reja de su ventana.

El cuento de la princesa rescatada comenzaba a forjarse. Después de otros seis meses de ir siguiendo a mi abuela y mi madre a misa, él sentado tres bancos más atrás, una noche que venía de ir a por leche, la paró en el camino y le dio un beso, el primero, el verdadero. Corrían los años sesenta cuando las faldas se acortaron, bailaban con La Trenca y se volvieron ye-yé. María, mi madre, se casó con un moño que casi roza la puerta de la Iglesia, y una cola de tres metros, pues ella era en ese momento una princesa.

Ahora contratamos un gran salón, nos ponemos vestidos de tela de sofá, y la ceremonia se convierte en una pasarela de críticas. Por aquel entonces se ponía una gran mesa con comida elaborada en casa y un acordeón y ganas de desconectar, de reír y de que el tío soltero se cogiera un buen tablón y terminara rodando por el suelo.

Os preguntaréis por qué os cuento todo esto. Muy sencillo, porque con poco se puede tener mucho, se puede sobrevivir, si tenemos ganas. Lo que verdaderamente nos importa, no tiene precio, ni se paga con dinero. Y no olvidéis, que el que se adapta al medio y tiene constancia, sobrevive.

Madre, te echo mucho de menos.

Capítulo XVI. María, mi madre