miércoles. 15.05.2024

Leyendo un artículo publicado en este periódico, recordé lo importante que es que se informe a las personas acerca del trabajo que realizamos.

El diagnóstico es un instrumento de trabajo interprofesional. En salud mental, psiquiatras y psicólogos se rigen por el DSM (Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales), llamado comúnmente “la biblia de los psiquiatras”, donde se exponen los diferentes diagnósticos según se cumplan unas serie de características. Encontramos otros criterios diagnósticos en el CIE (Clasificación Internacional de enfermedades) y el CIF (Clasificación Internacional del Funcionamiento, Discapacidad y de la Salud), publicadas por la OMS (Organización Mundial de la Salud).

La 5ª edición del DSM, no ha estado exenta de polémica antes de su publicación (en España llegará en el 2014), y nos recuerda cuán frugal es este sistema diagnóstico, y que el mismo pasa por criterios humanos, es decir, corregibles e interpretables.

En estos sistemas de clasificación encontramos unos criterios que han sido consensuados por diferentes expertos, que acuerdan llamar de una determinada forma a un conjunto de síntomas y características, para utilizar un lenguaje común. Los diagnósticos no definen a la persona en sí. El error de bulto, se comete al hacer común un lenguaje que es esencialmente clínico. Nos encontramos muchas veces a papás, a personas que dicen ser, en vez de estar; incluso en consulta, los pacientes vienen diagnosticados de casa: “tengo depresión”; “mi hijo es hiperactivo”; “estoy estresado”;  “este niño es autista”.

Olvidamos el carácter temporal de ciertas emociones y sentimientos, y los hacemos perennes, duraderos, pasando por alto la dificultad que entraña quitarse estas etiquetas; y en el caso de los niños, crecer con ellas. Olvidamos que hay personas detrás de esos diagnósticos, y que la etiqueta a veces se come a la persona.

Etiquetar es algo más que diagnosticar. No es necesario un diagnóstico para poner una etiqueta. Los niños son las personas con más riesgo a ser etiquetadas. Los adultos, en nuestro afán de clasificar, definimos todo lo que tenemos a nuestro alcance: niño hiperactivo, padres autoritarios, niña rebelde, depresión post vacacional, estrés laboral, niño llorón… No nos damos cuenta que las palabras pueden llegar a estigmatizar a las personas, dejando de ser quien es para ser aquello que se define.

En el caso de los niños es aún más importante aparcar las taxonomías, y ser meramente descriptivos. Los diagnósticos son necesarios, incluso me atrevo a decir que son importantes, ya que de ellos muchas veces depende una ayuda, y siempre una buena intervención profesional. Sin un buen diagnóstico, no hay tratamiento. Si no sabemos qué problemática tenemos entre manos, es difícil poder ayudar o intervenir en esa problemática concreta.

Lo que no considero tan importante es transmitirlo a los demás, tener la etiqueta a mano; incluso a veces es mejor no comunicar el diagnóstico al propio paciente ó a la familia del niño con el que trabajamos. De esta forma dejamos de clasificar y educamos a la persona a hablar desde la emoción, desde lo descriptivo, centrándose en lo que está sintiendo y en lo que está ocurriendo. Dejando de lado lo que soy, pasando a ser un maravilloso compendio de contradicciones, sentimientos, acciones y relaciones, en lugar de una etiqueta. Otras veces, y solo las necesarias, conocer el diagnóstico es fundamental, y ayuda a afrontar la problemática que tenemos delante. Corresponde al profesional hacer buen uso del lenguaje.

La etiqueta nos aísla, nos limita; nos define. ¡Cuántas veces los niños se ven atrapados por una, y en su desarrollo se afanan por cumplir lo que se espera de ellos! No olvidemos que los adultos ponemos palabras al universo infantil. Que un bebé llega sin lenguaje, y lo adquiere a través del mundo adulto. Las cosas, las personas y él mismo, son en cuanto que nosotros decimos que es. Somos responsables de lo que transmitimos a nuestros niños, y no solo a nuestros hijos.

Los profesionales de la salud mental, tenemos la obligación de revisar nuestro lenguaje, de ayudar a las personas que más próximas están a los niños a expresarse sin etiquetas, y a usar de forma profesional los diagnósticos. Debemos enseñar desde el ejemplo, y no parapetarnos en palabrotas, en la omnipotencia del término, sino al contrario: acercarnos a nuestros pacientes, grandes y pequeños, desde su propio lenguaje, para poder comprender y ayudar, sin la necesidad de clasificar. 

Etiquetas y Diagnósticos