martes. 30.04.2024
OPINIóN

El alcohol en Lorca (II)

Un paisaje perfectamente clásico y, más concretamente, helenístico, de parras como techos gloriosos bajo cuyos pámpanos el dios alegre vivaquea, convertido ahora en un Jehová con el encanto del lógos jonio, festonea la espléndida violación de Thamar, la bellísima princesa delgada de los pechos pequeños y altos.

lorca211

Los cien caballos del rey

En el patio relinchaban.

Sol en cubos resistía

La delgadez de la parra.

Ya la coge del cabello,

Ya la camisa le rasga.

Corales tibios dibujan

Arroyos de rubio mapa.

¡Oh qué gritos se sentían

por encima de las casas!

Qué espesura de puñales

Y túnicas desgarradas.

Por las escaleras tristes

Esclavos suben y bajan.

Émbolos y muslos juegan

Bajo las nubes paradas.

Alrededor de Thamar

Gritan vírgenes gitanas

Y otras recogen las gotas

De su flor martirizada.

Paños blancos, enrojecen

En las alcobas cerradas.

Rumores de tibia aurora

Pámpanos y peces cambian.

Es así cómo, bajo los pámpanos que se convertirán en vino de Málaga con sabor a sexo femenino, se nos aclara el crimen del Camborio.

El alcohol en Poeta en Nueva York ( 1930 ), respondiendo precisamente a su origen etimológico, se nos presenta como algo diabólico y exterminador. El alcohol está en el negro duro de las botellas, en la yerta ginebra que se olvida en el vaso, por los blancos derribos de Júpiter donde meriendan muerte los borrachos. Los escarabajos borrachos de anís olvidaban el musgo de las aldeas y para Lorca es preciso matar al rubio y sajón vendedor de aguardiente. Nueva York, ensordecedor galimatías, está viviendo el turbio tráfico de alcoholes. Es necesario dar con los puños cerrados a las pequeñas judías que tiemblan llenas de burbujas de champán, dice Lorca en la Oda al Rey de Harlem. Y es que Lorca se coloca con Harlem frente a Wall Street, como antes se había colocado con el Albaicín frente a la Guardia Civil. Los muchachos americanos son los que beben el whisky de plata junto a los volcanes y tragan pedacitos de corazón, por las heladas montañas del oso. Los blancos, en orgía perpetua de whisky, como los guardias civiles en orgía de anís, ginebra o limonada. El poeta pudo ver la transparente cigüeña de alcohol mondar las negras cabezas de los soldados agonizantes y vio las cabañas de goma donde giraban las copas llenas de lágrimas, y los helados paisajes del cáliz.

Son los otros, los borrachos de plata, los hombres fríos,

Los que creen en el cruce de los muslos y llamas duras,

Los que buscan la lombriz en el paisaje de las escaleras,

Los que beben en el banco lágrimas de niña muerta

O los que comen por las esquinas diminutas pirámides del alba.

Aquí nos escandaliza Lorca como un profeta bíblico, como un redentor premonitorio, un guía o un salvador inspirado de la humanidad sufriente, una humanidad que debe vomitar ante lo que ven sus ojos.

Esta mirada mía fue mía, pero ya no es mía,

Esta mirada que tiembla desnuda por el alcohol

Y despide barcos increíbles

Por las anémonas de los muelles.

Y es que un día los caballos vivirán en las tabernas y las hormigas furiosas atacarán los cielos amarillos que se refugian en los ojos de las vacas. El caballo grande y la hormiga diminuta. Lorca está pidiendo naturaleza salvaje e invasora. Lorca quiere enfrentar a la naturaleza maligna, oscura, con la civilización maligna, siniestra, que con su luz de neón afantasma las criaturas. Y la vaca es un animal que amará siempre con todo su corazón el poeta granadino; una vaca que ya se fue balando por el derribo de los cielos yertos donde meriendan muerte los borrachos.

El vino no debe adormecernos jamás, pues en un mundo así no tenemos derecho a dormir, ni a beber copas falsas de vino para dormir. Sólo podemos beber un vino que nos mantenga vígiles para acompañar el dolor de los demás.

No duerme nadie por el cielo. Nadie, nadie.

No duerme nadie.

Pero si alguien cierra los ojos,

¡azotadlo, hijos míos, azotadlo!

Haya un panorama de ojos abiertos

Y amargas llamas encendidas.

No duerme nadie por el mundo. Nadie, nadie.

Ya lo he dicho.

No duerme nadie.

Pero si alguien tiene por la noche exceso de musgo en las sienes,

Abrid los escotillones para que vea bajo la luna

Las copas falsas, el veneno y la calavera de los teatros.

El misterio de la transubstanciación de la sangre de Cristo en vino es constante en la espoleta metafórica y terrible que tan bien sabe explotar Lorca.

Estás aquí bebiendo mi sangre,

Bebiendo mi humor de niño pesado,

Mientras mis ojos se quiebran en el viento

Con el aluminio y las voces de los borrachos.

Los licores deberían también elaborarse, destilarse, con otras plantas evangélicas, además de la rotunda vid. “El aullido es una larga lengua morada que deja hormigas de espanto y licor de lirios”. El NuevaYork lorquiano carece de corazón y de toda filantropía. “Porque ya no hay quien reparta el pan ni el vino”.

El asceta Walt Whitman, el genial poeta de la escuela filosófica, austera y demócrata de Concorde, puritana, viril y noble, se nos presenta a través del atuendo surrealista lorquiano con el perfecto ascetismo civil del “pilgrim” americano, tan encantadoramente erótico, por otra parte, para los maricas:

Anciano hermoso como la niebla

Que gemías igual que un pájaro

Con el sexo atravesado por una aguja,

Enemigo del sátiro,

Enemigo de la vid

Y amante de los cuerpos bajo la burda tela.

El poeta huye de Nueva York en un baile onírico y surrealista del mar y coñac, que el alcohólico Leonard Cohen lo supo, como inspirado glosador, perfectamente reinterpretar en su versión al inglés.

Este vals, este vals, este vals

De sí, de muerte y de coñac

Que moja su cola en el mar.

Después del baile y el coñac, los bajos apetitos de nuestro poeta andaluz desean volver a saborear el profundo vino de Malaga: “Dejaré mi boca entre tus piernas”. Creemos que pansexualismo, y no homosexualismo, es la palabra necesaria para entender la libido lorquiana. Dentro de este pansexualismo o panerotismo, el sexo es cantado por el poeta en todas sus versiones y variantes, en todos sus reinos, incluso el vegetal. Nuevo Hypnerotomachia Poliphili.

Y antes de volver a España, a una realidad menos brumosa, aunque no menos terrible, el poeta descansa totalmente ebrio ( ¿quizás de ron? ¿quizás de whisky? ) en los asientos traseros de un automóvil que le está llevando a toda velocidad de la Habana a Santiago.

Brisa y alcohol en las ruedas.

Iré a Santiago.

 Por fin, Poeta en Nueva York se cierra, como un interregno en los infiernos con voluntad tanática, con empujones de borrachos. No podía ser de otra manera. Cósmica desolación. Lírico estupor. Lorca se nos ha presentado aquí como “un serafín de llamas”, que es como él mismo se define. Es decir, como un ángel del infierno, como un diablo con rango de suboficial, que ésa es la categoría que vienen a tener los serafines del Cielo, según San Dionisio. Es su vis daemónica, telúrica, infratelúrica, la que levanta y concita a la naturaleza oscura y maligna contra la inhumanidad transparente y boba de Nueva York, un Lorca oficiante de macumbas contra los amos rubios y sus Melisendas. Nada que ver con el Nueva York de otro señorito andaluz, Juan Ramón Jiménez, quien hace una crítica gazmoña, de casino de pueblo andaluz, a la gran nueva Babilonia: le irritó mucho ver a una pelirroja camarera newyorkina con las uñas sucias bebiendo ginebra.

Esa maldita vaca, maldita, maldita, maldita

No nos dejará dormir, dijeron los fariseos,

Y se alejaron a sus casas por el tumulto de la calle

Dando empujones a los borrachos y escupiendo sal de los sacrificios

Mientras la sangre los seguía con un balido de cordero.

Fue entonces

Y la tierra despertó arrojando temblorosos ríos de polilla.

El gran amigo y conocedor de Lorca, el torero Ignacio Sánchez Mejías, decía así: “Lorca es Belmonte, y Alberti es Joselito”. De nuevo lo dionisíaco frente a lo apolíneo, el duende frente a la musa, la inspiración nocturna – que diría de Lorca Gillén – frente al amigo de las madrugadas. Belmonte es el último torero goyesco, y Goya es el primer pintor maldito, como Lorca es nuestro Baudelaire, nuestro primer poeta maldito, ebrio de linfas purísimas. En el inconsolable “Llanto por Ignacio Sánchez Mejías” la sangre representa el licor de la vida, y la calidad de este vino vital es proporcional a la calidad de la vida, en una especie de transubstanciación moral.

¡Oh sangre dura de Ignacio!

¡Oh ruiseñor de sus venas!

No.

¡Que no quiero verla!

Que no hay cáliz que la contenga,

Que no hay golondrinas que se la beban,…

    Mientras que el vino de la muerte sale de otras uvas tenebregosas.

El otoño vendrá con caracolas,

Uva de niebla y montes agrupados,

Pero nadie querrá mirar tus ojos

Porque te has muerto para siempre.

En el Diván del Tamarit ( 1936, año que debería ser nefando en España ) el vino sigue teniendo una voz oscura y siniestra; es un símbolo de destrucción, de autoaniquilación; es una bebida de muerte y para la muerte.

No quedaba en el aire ni una brizna de alondra

Cuando yo te encontré por las grutas del vino.

No quedaba en la tierra ni una miga de nube

Cuando te ahogabas por el río.

Y en la “Gacela del mercado matutino” desearía con toda su alma convertir en un nuevo vino de vida y esperanza todo aquello que nuestro poeta tanto ama.

Por el arco de Elvira

Voy a verte pasar,

Para beber tus ojos

Y ponerme a llorar.

En el poema suelto “El Jardín de las morenas” el vate granadino nos habla de un limonar de su paradisíaca época infantil, con todas sus cacumonas poéticas y plásticas, que aún se encuentra “sin báculo y sin rosa”, entendiendo aquí el báculo como el largo cayado de Baco, dios del vino. En la poesía “Normas”, perfecta décima a lo Espinel, también dentro de sus Poemas Sueltos, cajón de sastre, verdadero “de re varia”, ve y presiente la juventud de su cuerpo desnudo con un vino con que podría emborrachar a un amor demasiado puro y virginal como para merecer el don daimoníaco de la ebriedad.

Norma de seno y cadera

Bajo la rama tendida;

Antigua y recién nacida

Virtud de la primavera.

Ya mi desnudo quisiera

Ser dalia de tu destino,

Abeja, rumor o vino

De tu número y locura;

Pero mi amor busca pura

Locura de brisa y trino.

El alcohol en Lorca (II)