martes. 14.05.2024
Opinión

El político

Desde Platón a Ortega, durante más de 2.400 años de tradición filosófica occidental, los pensadores de filosofía política se han preguntado cuál debe ser el perfil del buen político, del buen gobernante, teniendo la esperanza de que una determinada educación podía modelar el carácter del futuro político, hasta tal punto de conseguir el dechado perfecto del buen político. Desgraciadamente, como se sabe por la amarga experiencia de la Historia, no se ha encontrado la clave, la pócima de Fierabrás, o el conjuro mágico que convierta a las personas que desean participar activamente en la política en buenos políticos. 

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No han servido de nada los cientos de magníficos manuales que a lo largo de la Historia se han escrito sobre la educación de los príncipes – alguno muy bueno, como las Empresas Políticas, del murciano Diego de Saavedra Fajardo, profundamente estudiado por nuestro inolvidable Manuel Fraga Iribarne -. Efectivamente no hemos hallado aún la receta para conseguir la forja inerrante del buen político. Eso es evidente, porque nuestros problemas continúan.

Nuestro gran pensador Ortega y Gasset se acercó al asunto en su pequeño y pavorosamente lúcido ensayo Mirabeau o el Político. Y en éste nos advierte que si se quieren grandes hombres políticos, no se les puede pedir virtudes cotidianas. Se dirá que política es tacto y astucia para conseguir de otros hombres lo que deseamos, y no se puede negar que, en efecto, sin eso no hay política. Pero, evidentemente, hace falta más. Hay quien hiperestésico para los defectos de la justicia social, llamará política a un credo de reforma pública que proporcione mayor equidad a la convivencia humana. Y no hay duda de que sin cierto sentido, y como afición nativa a la justicia, no puede nadie ser un gran político. Pero esto es más bien la porción de idealidad moral que el hombre político lleva a su actuación pública. El político de raza, y más si es liberal, entraña más cosas. Es político aquel que tiene una idea clara de lo que se debe hacer desde el Estado ( o desde el Ayuntamiento ) en una nación ( o en una ciudad ). Para ello el político se hace médium de la voluntad ultrapersonal soterrada de su comunidad, de suerte que en el gran político vemos y oímos aquellas aspiraciones que ya latían en nuestro interior y nuestros deseos en él se reconocen. Da voz y cuerpo a los deseos aún no expresados del pueblo, pero ya largamente presentidos por el pueblo. Es, ante todo, un intérprete titánico del pueblo, y en ese sentido, el gran político tiene antes la “auctoritas” que la “potestas”, porque antes de tener el poder trabaja por realizar la voluntad misma del pueblo como supremo deber cívico. Y ése tipo de político cuando alcanza el poder no sólo obrará legalmente, conforme a las facultades que le otorga la ley, sino que obrará, no sólo con sujeción estricta al precepto legal, sino a la plenitud de su deber cívico, que exige de él servir al interés colectivo con el alma entera, con toda emoción de solidaridad, sacrificando todo lo puramente personal, individual, en el altar del Interés Público. Entonces ese político traspasa los límites de la legalidad y llega a la legitimidad.

 

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