sábado. 04.05.2024
Opinión

Tras el primer centenario de la Gran Guerra

El nuevo Rey de España estrenaba su sképtron reluciente e impoluto en las naciones extranjeras asistiendo a los actos conmemorativos del Primer Centenario de la Gran Guerra. Nos sorprendió a sus compatriotas que no parase de sonreír en las imágenes que desde allí retransmitían las televisiones. De todos los mandatarios que asistieron a la conmemoración de aquella gran tragedia humana era el que más sonreía con su real sonrisa estupefactiva. 

gran guerra

Una constante y amplia sonrisa permaneció en su cara durante todo el acto de esta efemérides. ¿Sonreía nuestro monarca barbígero recordando los diez mil soldados portugueses masacrados en la Batalla de Lys a principios del último año de guerra ante el postremo gran ímpetu militar de Alemania? ¿Sonreía nuestro saludable rey por 1.974.873 de heroicos soldados alemanes que perdieron la vida en esa guerra? ¿o por el 1.100.000 de soldados austrohúngaros muertos? ¿o por los 77.000 valientes turcos que dieron su vida por la patria? ¿o por los 87.500 búlgaros que murieron en una guerra que por oportunismo les metió su gobierno? ¿o por los dos millones de titánicos soldados rusos que murieron defendiendo con decisión sus fronteras? ¿o quizás por la muerte heroica de 1.400.000 soldados franceses? ¿o tal vez por la de 1.115.000 de intrépidos soldados británicos? ¿o pudiera ser posible que por la de 650.000 soldados italianos? ¿o pudiera ser también que por la de 250.000 rumanos? ¿o quizás, y para no seguir, por la de 116.000 decididos y gallardos soldados norteamericanos? No, nuestro Rey recién estrenado no pudo sonreír por la muerte de nadie, y máxime cuando era de los pocos países que asistían que representaba una nación que no ofreció a ningún soldado en el holocausto de aquella maldita Gran Guerra. Su sonrisa indesmayable debió ser sólo una sonrisa tonta de protocolo estúpido. Pues nadie debe sonreír en un funeral de cabo de siglo, con diez millones de soldados entregados al altar de Ares en esa Guerra. No siempre los reyes deben sonreír. La sonrisa, aunque agradable y salutífera en casi todas la situaciones, está prohibida en algunas pocas por puro decoro, pudor y sentido común. Y sería bueno que la Reina, que tiene fama de mujer culta, regalase, por ejemplo, los Carmina del poeta veronés Catulo a su real marido. En este poemario se puede encontrar en el epýllion 39 una acertada crítica contra un español que reía en todo momento, y que comienza así en un elegante latín: “Egnatius, quod candidos habet dentes,/ renidet usque quaeque”.

Y el resto lo traduzco por si este periódico no me lo publicase por introducir un poco de Cultura Clásica: “Si llega al banco del reo,/ cuando el llanto excita quien habla,/ él ríe. Si en la hoguera del hijo pío/ lloran, cuando la madre huérfana al único/ llora, él ríe; lo que sea, doquier se encuentre,/ haga lo que haga, ríe;/ tiene ese morbo/ ni elegante, según yo pienso, ni urbano./ Por eso, buen Ignacio, debo enseñarte./ Si urbano fueras o sabino o de Tíbur,/ o un umbro parco o un etrusco gordísimo/ o lanuvino negro y de grandes dientes,/ o transpadano, por tocar a los míos,/ o quienquiera que, limpio, los dientes lávase,/ no quisiera que rieras siempre y en todo;/ pues nada hay más inepto que inepta risa./ Mas celtibero eres; en esa tierra,/ cada quien suele, con aquello que mea,/ frotarse, al alba, el diente y la roja encía;/ así, más este diente vuestro pulido/ está, más muestra que bebiste de orina.” De aquí pudiera sacar nuestro Rey alguna lección si tiene la disposición humilde y sabia de corregirse. Nos gustaría. Es un Rey nuevo, barbífero, y tiene derecho a un período de confianza.

Porque además aquel pandemónium de la Gran Guerra desató unos odios cervales que aún no se han disuelto del todo después de cien años. No sólo fue una guerra millonariamente letífera, sino que produjo en Europa basálticos rencores entre las naciones participantes. Los aliados no se mostraron unos vencedores compasivos. Durante las negociaciones del armisticio, Erzberger, humillado, había leído unas declaraciones casi suplicantes a Foch en el que rogaba un poco de piedad por los términos impuestos: “Hay un pueblo de setenta millones de personas que sufre de hambre y de frío”. En su respuesta el mariscal Foch resumió perfectamente la reacción de los Aliados ante el sufrimiento y la angustia de los alemanes: “Très bien!”. La guerra había acabado, pero el odio y la animadversión perdurarían, y no estamos seguros de que ya no perduren.  Las semillas del odio han dado sobradamente sus frutos truculentos en los Balcanes a consecuencia del desmembramiento del Imperio Austrohúngaro. El despedazamiento del Imperio Otomano y el repartimiento de sus trozos entre los ávidos Imperios francés y británico, mediante fronteras trazadas con tiralíneas, por encima de credos y etnias, que las provincias turcas representaban con mayor inteligencia sociológica, explican desde hace un siglo el largo dolor “histórico” que aún sufren Irak, Siria, Líbano, Palestina…No hay ningún motivo, ninguno, Majestad, para sonreír en esta efemérides de muerte y de codicia, de la que su bisabuelo nos libró.

 

Tras el primer centenario de la Gran Guerra