jueves. 28.03.2024

En réplica al sentido y personal artículo de opinión de Mónica Tercero, publicado en la prensa local de Valdepeñas, solo nos queda lamentar profundamente la terrible experiencia por la que ha debido pasar esta mujer y solidarizarnos con su sufrimiento.

Es cierto que convivir o incluso relacionarse con una persona, sea hombre o mujer, que agrede a las demás y que parece disfrutar con ello es doloroso y traumático, de forma que ante hechos violentos de cualquier naturaleza y protagonizados por cualquier persona contra otro ser humano es, para nosotros y nosotras, una obligación repudiarlos y condenarlos.

Ahora bien, poner en el mismo nivel violencias que son de distinta naturaleza; que estructuralmente tienen diferencias; que sus orígenes y objetivos difieren y que afectan a sectores cuantitativamente distintos es, académica y políticamente, incorrecto.

Las violencias que se ejercen en el seno del hogar familiar se llamaban, antes del 2004, violencias domésticas y comprendían todas aquellas que tenían lugar entre miembros de la familia. Ya entonces era evidente que la mayor parte de las víctimas eran mujeres y la mayor parte de los agresores eran hombres. A partir del 2004, con la ley 1/2004 de Medidas de protección integral contra la Violencia de Género, se reconoció institucional y jurídicamente que la violencia doméstica estaba siendo soportada mayoritariamente por las mujeres y se inició una protección legal que, como debe ser en todo país democrático y avanzado que se precie, garantizaba equidad y justicia social a su ciudadanía. En España están tipificadas diferentes formas de violencia (doméstica, de género, terrorismo, delincuencia común, sexual y trata de personas…) y cualquier víctima puede acogerse a la normativa correspondiente.

Pero no olvidemos, queridos lectores y estimados medios de comunicación, que ante artículos de opinión o experiencia personalísima, debemos contrastar siempre con datos estadísticos que nos ayuden a poner en perspectiva lo que se nos intenta mostrar; de la misma forma que cuando miramos la luna a través de un círculo hecho con nuestros dedos, no debemos concluir que la luna cabe en nuestra mano.

La web del Consejo General del Poder Judicial tiene un portal estadístico suficientemente completo (aunque desde el feminismo reclamamos más desagregación de datos y la inclusión de más mujeres como víctimas de violencia machista) que nos permite decir a través de este medio que solo en el año 2016 las víctimas de violencia de género computadas por el poder judicial fueron 28.281 (mujeres, por supuesto). En el caso de violencia doméstica y también en el año 2016 se formularon un total de 15.070 denuncias de las que resultaron denunciados un 68% de hombres frente a un 32% de mujeres; las víctimas de violencia doméstica fueron un 46% de hombres y un 60% de mujeres. Con estos datos tenemos autorización para concluir que la mayor parte de las víctimas de violencia doméstica son mujeres e, incluso cuando las víctimas son hombres resultan ser agredidos, en la mayor parte de las veces, también por hombres.

Las estadísticas reflejan que la violencia ejercida por los hombres es estructural, es decir, que obedece a un patrón de conducta que se ha interiorizado de tal forma en la cotidianeidad masculina que, aunque cada vez más cuestionado, muchos consideran aún identitario de la condición de hombre. Así, el estereotipo masculino que nos impone la sociedad dice que los hombres son el sexo fuerte, que deben tener la iniciativa y ejercer el poder, que la agresividad la llevan en las hormonas y que no se pueden zafar de ella, que su naturaleza es competitiva y que son más machotes cuanto más impongan su criterio. A esto se le llama estructura patriarcal de la sociedad y es el origen de la desigualdad entre hombres y mujeres; la desigualdad, a su vez, es el origen de la violencia machista. Y la violencia machista es la causa de los 72 feminicidios que llevamos en 2017, contando las víctimas que el gobierno se niega a incluir: mujeres asesinadas por hombres que no eran sus parejas o exparejas.

Concluimos para decir que el hombre exhibe agresividad por mandato de género (que es, por cierto, tan esclavizante para los hombres como el mandato de sumisión lo es para las mujeres) y que el ejercicio de la violencia por las mujeres es, en la mayor parte de los casos, una respuesta defensiva a la violencia sufrida por ella. Un modelo que, más raramente, también se da cambiando los géneros.

Asimismo, comprobamos con tristeza el repunte de violencias machistas que se está dando en la generación que inaugura el siglo XXI y esperamos ser capaces de revertir la situación por el bien, no solo de las mujeres, sino de toda la humanidad.

Réplica a Mónica Tercero: La luna no cabe en nuestra mano. Una reflexión sobre...