viernes. 17.05.2024

El magnífico y extravagante artista napolitano Salvator Rosa, de pintura atrevida, fantasmagórica y antecesora del surrealismo, y de una vida agitada, aventurera y oscura, con frecuencia al margen de la ley como bandido, comprometido en la revolución que suscitara el visionario Masanielo en Nápoles, brinda a Nieva una fantástica oportunidad para hablar del realismo como lacayo siempre del orden político, de las relaciones entre el poder político y la creación artística, de la intelectualidad orgánica vasalla del poder, y de la imposible sustitución del ejercicio del poder por los artistas, quienes por definición no pueden ser pueblo, aunque estén obligados por deber estético a denunciar con su arte los desajustes del mundo. Califico la obra de Nieva como “perturbadora”, enmarcada en su Teatro de Farsa y Calamidad, porque su argumento bordea a menudo los abismos del poder como locura, y nos estremece con las implicaciones morales de sus simas casi insondables. Teatro de pintores, en el que aparecen también como personajes fundamentales los grandes pintores José de Ribera, Aniello Falcone y Mico Spadaro, aquél coherente con su realismo roqueño y trentino hasta el final, y éstos como pérfidos traidores a Ribera, cosa lógica en todo discípulo aventajado: la muerte del padre. Pero no nos engañemos: no estamos ante una pieza de teatro histórico – aunque un poco sí o sí del todo si entendiéramos la Historia como Salvator Rosda -, por la sencilla razón de que nuestro  Salvator Rosa es el mismo Francisco Nieva. Este Salvator Rosa, este carácter-personaje indoblegable, simboliza a todo artista verdadero, quiere ser el artista por antonomasia, como imagen del creador universal y esencial. Su pintura cede ante el delirio, la amoralidad interrogadora, los sueños irracionales y desaforados, y el descoyuntamiento estético de la realidad. Cree en dragones y su variegado bestiario se presenta en pluriforme animalidad. En realidad, era un pre-surrealista, y es que todo aquel que cree en el más allá y en las revoluciones suprahumanas es por necesidad surrealista.

La obra da comienzo con la alarmante exposición de un cuadro con suculentos desnudos de Salvator Rosa en el escaparate de la tienda de un judío (“No hay traje de aparato que se iguale a una potente y abullonada anatomía”). Y así como se dice que la Batalla de Lepanto se llevó a cabo como pretexto para que la pintara Tiziano, la revolución aquí, en el Nápoles nieviano, estalla, iniciada por un santo y puro pescadero, para que la pinte y personifique Salvator Rosa. Y es que Salvator llega a sustituir al héroe popular Masanielo en los momentos centrales, más espléndidos y más delirantemente crueles de la Revolución, cuando el pobre Masanielo “ya está ido”, y preparado para el martirio que toda Revolución necesita para calmar su hambre. Tiene aquí la política un desprestigio popular (“en cuanto las malas amistades le han metido en la política”). Y eso que Salvator Rosa está escrita hace más de treinta años! Pero la política, tenga buena o mala fama, también es un arte, y en su aspecto artístico interesa a Salvator.

¿Puede el artista sustituir al revolucionario con el fin de engrandecer la estética y la belleza de tal coyuntura histórica que rompe la tediosa subida de Sísifo a la cima de la montaña? Es evidente que no. ¿Nos podemos imaginar, por ejemplo, que durante un tiempo el colosal escultor Arno Breker hubiera sustituido a Hitler en la estética del horror con la voluntad creadora de subrayarla? La Revolución casi siempre no es ficción – a diferencia de la vida falsa de los regímenes políticos constituidos por la inercia de la farsa -, y la muerte del pobre visionario de Masanielo es real, aunque sus gotas de sangre, como las de Cristo, sean las semillas de las flores primorosas de un vergel. El fracaso político de Platón y Dión en Siracusa probó al mundo que no está claro que el artista sea lo que más quiere la chusma o plebe. El pueblo es lo contrario a una sensibilidad estética señera. El buen gusto es contradictorio per essentiam a la noción de pueblo, constituyendo siempre un oxímoron.

Realismo/surrealismo, Ribera/Salvator Rosa, Statu quo/ Revolución son dos constantes de la realidad que engendra la Historia, sístole y diástole del devenir humano, de la doble naturaleza proserpinesca. La clave psicológica de la política queda resuelta por Nieva en una sola frase: “Desde que empezó a decir que era un servidor del pueblo se puso a odiar a la gente”.

Junto a la política, como arte y contra-arte, el amor es otro de los grandes temas tratados aquí por Nieva. Gezabel, el personaje más encantador de esta obra nieviana, ama a Salvator desde la más cándida e inocente rebeldía. Gezabel es un santo ángel travieso a quien no entendemos que no corresponda el propio Salvator, pues quizás sea el personaje psicológicamente más parecido al artista. Desde luego es el personaje más romántico de la obra: “Gezabel, tú estás muy pálida, tienes los ojos muy abiertos y cada vez más azules, pareces ciega, ya no se sabe dónde miras”.

Las hermanas Rubina y Floria aman a Salvator desde el código del arte, casi como una Hermandad que no tiene aún el epónimo de un santo, como compañeras de cama y mecenas con fe. La fuerza del que está enamorado es irresistible. Los dioses tienen que estar enamorados o no son dioses. Salvator vive con Rubina y Floria en una felicidad apelotonada de paraíso, como en la pintura más clásica. Están demasiado enamoradas para sentirse pueblo y multitud. El amor singulariza; por eso los enamorados son siempre señores. El amor, como el arte, aristocratiza y aleja del pueblo y la multitud. Y es que el pueblo, paradójicamente, no será nunca revolucionario por falta de aristocratismo: jamás deseará “unir el cielo con Nápoles y restaurar la Edad de Oro”. El amor siempre busca el infinito de los espejos. “¡Pueblo soberano, baja la cabeza!”.

Nadie como Nieva ha defendido los derechos del arte con tanta contundencia sabia en la Literatura Española. Casi al final de Salvator Rosa, el protagonista sostiene: “Cuando los artistas hacemos una cosa que está bien, aceptamos todas las críticas, pero seguimos convencidos de que está bien. Yo te juro por mi madre muerta de dolor que lo he hecho muy bien. ¿Que la cosa no gusta? Amigo, hay que seguir luchando. La perfección de una obra de arte no la puede juzgar el pueblo, así de sopetón. No tiene atribuciones ni tiempo. El tiempo también pinta. Hemos tenido muy mal público”.  

Salvator Rosa, Sive Francisco Nieva