domingo. 19.05.2024
OPINIóN

Transverberaciones

Efectivamente, el pequeño y hermoso ángel de santa Teresa, de rostro encendido por la Gloria, desde el flanco izquierdo de la santa de Ávila, mete en su corazón un largo dardo de oro ardiente, que parece penetrarla hasta las entrañas, y que al sacarlo Teresa siente que sale con la flecha de fuego sus mismas entrañas derretidas, quedando ella con su interior abrasado por el fuego de amor y vacío de insoportable y desconsoladora añoranza. 

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Esta subida imagen espiritual, que nos consigna Teresa en el capítulo 29 del Libro de la Vida y que Bernini llegó tan sublimemente a expresar en mármol, nos recuerda a Semele, la madre de Dionisos, también llamado de otras muchas maneras, como Bacco, Iaco, Bromio, etc., quemada toda ella por el amor de Zeus, hasta el punto de que Zeus tuvo que injertar el fruto de su amor en su muslo, pues el útero de Semele se había abrasado.

Dios es un fuego mantenido por un amor inmenso que consume el principium individuationis. La Gloria es un fuego que extermina nuestra conciencia en un placer espiritual ilimitado. No se puede sentir la beatitud de la Gloria y a la vez tener conciencia de ello. La geografía celestial de la dicha es la inconsciencia. Eso ya lo advirtió Protarco en el tardío Diálogo de Platón, “Filebo”. Y el éxtasis de Teresa de Jesús se produce en la inconsciencia. Es lógico que los poetas místicos intentasen explicar esta suprema beatitud que libera del principium individuationis, y, por tanto, de la conciencia del yo histórico, a través de metáforas que tienen como base la sexualidad. Porque sólo el sexo puede explicar desde lejos esta unión mística, esta experiencia de unión con Dios, aunque sólo sea el sexo un pálido reflejo.

Más de cien años antes que los pensadores revolucionarios británicos de la Gloriosa defendiesen la “libertad de espíritu”, Teresa de Jesús la defendía “sensu stricto”; y no sólo nombrándola – quizás sea la primera vez que aparece en un texto -, sino sobre todo practicándola. Sin ningún temor al “qué dirán” narra sus encuentros con los ángeles y con los demonios, describe las ásperas contiendas de estos dos grupos de inmortales, y nos relata sus encuentros con Su Majestad Jesús. Hace una exégesis de la unión mística con encendidas metáforas que a las mentes ordinarias – la mayoría siempre – les hace pensar en una actividad sexual sublimada. Pero a Teresa no le importa. Lo que le importa realmente es contarse a sí misma lo que le está ocurriendo. Las murmuraciones del mundo le importaron siempre una higa.

“Crean por amor del Señor a esta hormiguilla que el Señor quiere que hable”, nos dice encantadoramente Teresa, a nosotros, los imperfectos, los que si no somos aún peores es sólo porque Dios no quiere, y no les pretende enseñar nada a aquellos otros que ya se toman por perfectos y dechados de santidad. No pierde honra ni crédito quien pregunta porque no sabe; y el Señor concede una feliz memoria a los humildes.

Teresa se pasea por los territorios transmundanos como Dante. Es la mujer Dante, con más desparpajo y desenfado que el propio toscano, pero con igual gusto estético. En el infierno se aterra ante la pena y abandono, infinito y eterno desconsuelo y desesperanza, con que quedan las almas, hasta el punto de desear Teresa morir mil veces si pudiera salvar a una sola. Esa lejanía de Dios es tan aterradora que si fuéramos conscientes de merecer el infierno, deberíamos mejorar un poco con la ayuda de Dios. Como dato curioso vemos la presencia de adjetivos y sustantivos descriptores en el infierno, en el purgatorio y en el Cielo que coinciden con la Divina Comedia. Pedro Fernández Villegas hizo la primera traducción impresa al castellano de la parte del Infierno en 1515, pero tuvo que esperarse hasta el siglo XIX para que el castellano tuviera entera la Divina Comedia. Es muy posible que Teresa hubiera leído el Infierno dantesco, si bien este libro no aparece entre sus libros. Frases como “el suelo me pareció o de un agua como lodo muy sucio”, y expresiones como “pestilencial olor”, la acercan al universo dantesco, que quizás pudo haber oído a sus confesores jesuitas, si bien las propias visiones de la santa no se fundamentan en sí nunca en una cultura anterior, sólo huelen a Teresa.

Mil veces maravillosa Teresa, a la que tenemos que leer y gozar de sus hiperestésicas visiones en este año teresiano. 

Transverberaciones