jueves. 25.04.2024

Continuamos con los fragmentos que ha enviado el autor de "La Galana", el valdepeñero Carlos Isidro Muñoz de la Espada. Ayer hablaba sobre la Romería a Consolación en 1807 y hoy sobre "El saqueo de la Ermita en 1808. Temas de la historia de Valdepeñas muy interesantes que iremos sacando en capítulos para que los conozcais. Todo ello a propósito de la Visita Extraordinaria que ha realizado la Patrona de la ciudad a Consolación.

Fragmento de la novela La Galana

de Carlos Isidro Muñoz de la Espada, Capítulo IX, parte II

En el amanecer del 28 de mayo también habría convulsión en el campo, a medio camino entre Manzanares y Valdepeñas; en la ermita de Consolación en el paraje de Aberturas, la Fraila, que era la única que junto a su hijo guardaba aquellos lares, se despertó de un sobresalto. La santera era tímida, pero nada asustadiza. Oyó acercarse a primera hora el estruendo producido por una gran caballería. Otra vez cruzaban nuevas tropas de norte a sur como el día anterior.

Enseguida se recompuso, atusó su pelirrojo moño y se vistió con las típicas ropas negras que constituían su único atuendo. Con premura y sin nervio despertó a su hijo y le pidió que fuera corriendo a esconder el pollino que tenían en la venta. El joven adolescente, que parecía mudo de lo poco que hablaba, salió en calzoncillos a hacerlo con total celeridad.

La mujer corrió a la ermita para llegar antes de que lo hiciera la tropa. El campo se mostraba especialmente sereno aquella mañana, como si aún siguiera dormido y el irrefrenable paso de las caballerías amenazara con despertarlo. Abrió la Fraila el portón y se metió dentro, cerrando de nuevo tras ella. La oscura ermita aparentaba ser un lugar apaciguado y protector, fresco para las largas jornadas veraniegas que esperaban.

Cuando oyó que los caballos se acercaban y se detenían ante una de las puertas, la santera se asomó a la ventana. Pudo ver con horror que venían pocos caballos esta vez, pero que el número de hombres triplicaba a los que cruzaran el día anterior. ¿Por qué se detenían allí si los del otro día no lo hicieron? La masa de soldadesca se extendía hasta donde le alcanzaba la vista. Jamás había contemplado tanta gente reunida. Ni siquiera en las romerías, en que los cuatro pueblos acudían allí. En realidad, el número de soldados de infantería que se formó ante la ermita de Consolación era igual al de habitantes de Valdepeñas o Manzanares, y todos concurrían aquella mañana de una sola vez, como fantasmas vestidos de azul, plata y blanco; inhiestos, igual que una comitiva fúnebre resurgida de los infiernos dispuesta a llevársela, pues habían detenido su marcha justo allí, ¡plantándose delante de la ermita!

La Fraila comprobó que iban armados hasta los dientes, con bayonetas al hombro, sables del talabarte, cuchillos de caza, pistolones… Tuvo que secarse el sudor de la frente y esperar a que se fueran.

Rodearon la ermita. Las voces desconocidas e inflamadas retumbaron a través del portón. La santera no podía entender nada de lo que proferían a viva voz. Al momento, un golpe seco sacudió los tablones de la puerta, puestos allí por los padres de los padres de los vecinos de los pueblos. El polvo de los años sucumbió al suelo.

La mujer empezó a correr de un lugar a otro sin saber dónde ir. Se plantó por tanto en medio de la sala de la ermita, con sus cuatro extremidades dispuestas como aspas de un molino. Miró arriba y abajo y determinó subir por la escalera de atrás hasta la hornacina de la Virgen de Consolación, púdicamente cubierta en su totalidad con una fina gasa de tostada seda que sólo dejaba adivinar la figura que había debajo.

Desde lo alto del nicho, agachada a los pies de la imagen y oculta con la baranda de yesería, pudo distinguir cómo una gran tropa, que simplemente constituía una pequeña porción de los siete mil hombres que marcharían sobre la carretera, derribaba con estrépito la puerta y se adentraba en la ermita ocupando todos los huecos.

La mujer respiró tranquila, pensando que con dos segundos más que se hubiera entretenido la habrían pillado.

Esas presencias le chocaron del mismo modo que uno no podría entender ver nevar en agosto, oír piar a un burro o ver a la gente andar con las orejas. Aquello era inaudito, completamente extraño a los ojos de aquella mujer que acostumbraba a levantarse temprano, arreglar sus asuntos siempre en compañía de su hijo y poco más; hecha a vivir en el camino, a no hablar con casi nadie, a tratar con las mismas caras mes a mes, y todo sin haber anhelado jamás un cambio. La Fraila se había cruzado en su vida de santera con soldados españoles de viaje, de lejos los había visto entrar en la venta, o dar un breve paseo por allí para continuar el trayecto, pero jamás hubiera imaginado ver soldados, ni franceses ni españoles, cometer las tropelías que ahora éstos perpetraban.

No se detuvieron en miramientos. Los bisoños de infantería empezaron, como si tuvieran ya costumbre en ello, a revolver los objetos que con esmero cuidaba desde hacía años la mujer. En amplios sacos fueron cargando candelabros de bronce, lámparas, velas, cruces, y así todos los trastos que pudieron en tan pocos minutos. Los mismos minutos en los que la Fraila, percatándose de la situación, metió la mano por debajo de la gasa que tapaba la imagen de la Virgen y le arrancó los pendientes, la flor de oro que portaba en las manos y las medallas que pudo, y lo guardó todo en su faltriquera; pero en su empeño por poner a salvo las alhajas de la imagen descuidó esconderse con más esmero y cuando se dio cuenta del hecho ya había sido descubierta por los asaltantes.

Quiso ocultarse de nuevo, mas sólo pudo bajar la gasa de la venerada figura. Los jóvenes soldados, que aprovechaban la parada también para mascar tabaco, le gritaron desde abajo y, como no entendía las palabras, tuvo que ver sus rostros para saber que iban dirigidas a ella.

Sólo pudo reaccionar de un modo, y fue colocándose delante de la imagen, abriendo sus brazos como un escudo protector encomendado por los cuatro pueblos. Si Valdepeñas, Manzanares, Moral y Membrilla le habían delegado tal empresa, por ella moriría. Que los franceses robaran a la Virgen, que era el propio corazón latente de aquellas villas, significaría algo peor que la exterminadora peste. Así pues, la santera no tembló. No era una elección colocarse como protección, sino un deber y un honor. Que robaran lo que quisieran, porque el oro, al fin y al cabo, no era más que eso: oro, pero la venerada imagen significaba muchísimo más.

Uno de ellos, el más atrevido, escupió su tabaco sobre el suelo, dejando una negruzca huella en las pequeñas baldosas. Adivinó tras la mujer y tras la gasa algo que brillaba. Supuso que algo tan cuidadosamente protegido y cubierto del polvo debía de ser valioso. La boca se le torció al soñar con tesoros. Cogió carrerilla en pasos enormes. La Fraila se estiró de susto, pues iba directo hacia ella. De un salto, el soldado se encaramó a la moldura de yeso que la falda de la mujer rozaba. La miró desde abajo con la profundidad con que sospechan los bandidos. Ella lo observaba petrificada desde arriba, sin atreverse a mover un dedo. Las articulaciones se le agarrotaron, y hasta notó que la respiración se le cortó de pronto. Ni oía ni veía más que la nube de terror cegándola de frente. Sólo sentía la inminente punzada que preveía en su vientre, empuñada por aquel diablo sacrílego que escalaba para alcanzarla.

Igual que las trompetas libertadoras sonó la del Camino Real, anunciando que debían continuar el viaje. Velozmente y como tenían mandado, los soldados bisoños de infantería salieron al campo para reunirse en sus líneas con el resto de la tropa.

La Fraila y el bandido francés continuaron en la misma postura, con talante amenazador éste y actitud defensora ella. Sólo con dar un brinco y estirar del manto de la Virgen podría el soldado arrebatárselo y conseguir un botín más, aunque con ello tuviera que arrastrar a la santera con la imagen hasta el suelo. Así lo pensaba, aunque el tiempo apremiaba, pues no debía hacer esperar a su General que había dado la orden de marcha.

Sin embargo, la santera fue más rápida. Aprovechando que el soldado se distrajo pensando en cómo impulsarse hacia el manto, la mujer estiró su pierna y le propinó una patada en la charretera, ocasionando su descolgamiento y consecuente caída. El francés se revolvió sobre el suelo y recuperó su chacó con plumero. Dudó si embestir de nuevo, pero no lo hizo. Regresó corriendo a la fila y dejó al fin sola a la asustada mujer.

Continuará...

Sobre el saqueo de la ermita de Consolación en 1808