viernes. 29.03.2024

La tarde se deslizaba por encima de los últimos rayos de la luz mortecina de la tarde de invierno con ese festón gris de los días de enero cuando se queda sin las luces brillantes y coloridas de los pasados fastos navideños. El tráfico del viernes era intenso en la M 40 que lleva al aeropuerto Adolfo Suárez de Madrid. Íbamos embutidos en ese sinvivir de nuestra civilización donde movernos de un lado a otro es panacea de felicidad y sinónimo de placer. Temíamos que nos faltara tiempo para embarcar…y en silencio el coche respetaba las señales de tráfico que ignoraban que el coche quería volar bajo.

Pasamos a la T1 y aparcamos comprobando que estaba lleno. Tuvimos suerte porque al llegar por una de las calles un coche se marchaba y aquella plaza libre nos salvó de seguir buscando acomodo para el nuestro.  Los taxis aguardaban pacientes en su fila a la espera de viajeros. Ya dentro de las salas los restaurantes estaban vacíos, apenas un parroquiano consumiendo una cerveza y, todos caminábamos en la misma dirección de embarque. Consultamos el reloj y los que nos quedábamos fuimos despidiéndonos de los que se marchaban.

Había una sensación de cuenta atrás en los rostros de los que mirábamos como iban depositando en las bandejas los viajeros todo cuanto guardaban sus bolsillos… en ese desnudarse para que se comprobara que ninguno era un posible estafador o terrorista. Por el camino indicado con cintas de plástico y laberinto visible fui comprobando que los que marchaban eran jóvenes. Eran nuestros hijos en los que estaba el progreso de nosotros. Ellos en los que habíamos invertido ilusión y capital humano y de dinero los veíamos marchar en silencio. Apenas pasaron unos escasos niños cogidos a las manos de sus jóvenes padres. Afuera enero envuelto en su crepúsculo nos indicaba que nosotros éramos un cementerio de viejos.

Desandando el trayecto volvíamos al tráfico y a la noche con el extraño sabor de un agridulce adiós. Recordaba la salida del pueblo a la universidad, la satisfacción de los cursos aprobados y aquellos proyectos que sin especificar se quedaron en este resultado de la emigración.  Todo aquello se daba gracias al poder económico y eso que se llama economía de mercado, o algo parecido. La distribución de capital humano dando tumbos sin procrear y sin descendencia.

Ese era el rostro de enero despedir a los nuestros y acoger en lo posible a los que llegan por imperativo legal y menos por obligación moral.  La noche fue dejando ver una luna grande al final del horizonte. Nadie se quejaba, tampoco yo. Habíamos decidido que nuestros hijos tendrían toda oportunidad posible; esas oportunidades que nosotros no tuvimos y, sin regalo alguno, se las dimos.

Pasó por el cielo un avión veloz como estrella errante camino de Alemania en busca de un aeropuerto de Berlín. Se perdió en la noche llevando en su vientre de acero el latir de ese familiar que con sus títulos y credenciales culturales había ido a vivir con aquellos que llamábamos godos y visigodos en las escuelas del pasado. Pero ¿a quién importa toda esta generación perdida? A casi nadie.  A los viejos se les engaña con cruceros y viajes, hasta ahora. Y con esa seguridad flotante de ambigüedad de eterna juventud para recuperar aquello que no se hizo en la juventud. 

A través de la ventanilla del coche miré la noche ojeando las luces diminutas de los pueblos suspendidas bajo el cielo sin planificar de los que las veíamos, y me pregunté que sería de esos pueblos sin aeropuertos, sin jóvenes y sin niños cuando pasaran algunas décadas. Enero se burló de mi pregunta y sin saber por qué recordé a ese rey, llamado el mejor alcalde de Madrid, que fue Carlos III, el que además de modernizar Madrid protegió la natalidad logrando subir la población a pesar de ser un rey sin master ni satélites. Porque estamos en desventaja aquí y ahora en esta Europa viajera sin nuevas generaciones para ese futuro próximo.

El viaje en el rostro de enero 2020