En aquella iglesia medio quemada por los nuevos iconómacos de la doctrina oriental – la iconomaquia siempre es oriental -, enmarcada en la Baronía de Rialp ( del latín “rivus albus” ), San Josemaría, en medio de una tenebregosa oscuridad intempestiva, encontró como contestación a sus dudas e incertidumbre, a su terrible angustia lacerante, propia sólo de quien tiene una generosidad infinita y amaba infinitamente a sus hijos, como espaldarazo a su proyecto divino y carisma, entre las santas cenizas del fuego exterminador y bárbaro que había acabado con todas las imágenes y molduras de los retablos, un signo del cielo, una rosa de madera estofada, lignario enigma que el Padre interpretó durante el largo viaje iniciático hacia la libertad y la vida.