domingo. 28.04.2024

Cervantes y el Franquismo

Alrededor de 1947, año en que se celebró con una docena de magníficos libros el cuarto centenario del nacimiento de Cervantes, el franquismo intentó buscar legitimación en el significado de la literatura cervantina y en la representación de Don Quijote del héroe revolucionario, cristiano y justiciero, y como arquetipo nacional (García Morente).

Alrededor de 1947, año en que se celebró con una docena de magníficos libros el cuarto centenario del nacimiento de Cervantes, el franquismo intentó buscar legitimación en el significado de la literatura cervantina y en la representación de Don Quijote del héroe revolucionario, cristiano y justiciero, y como arquetipo nacional ( García Morente ). Todo el cervantismo de entonces se empeña en construir la trama justificadora del camino que se ha emprendido el 17 de julio de 1936, tal como queda demostrado en la obra de Ferrán Gallego, El Evangelio Fascista (2014), si bien, tras cualquier Guerra Civil, poblacionalmente muy igualada, habría que decir con Catón: “Scire nefas; magno se iudice quisque tuetur”. García Valdecasas, en su obra El hidalgo, defendió la figura de Don Quijote frente a su maestro Ortega, que en su Meditación de la técnica, había reprochado a este modo de ser su rechazo al trabajo y su decisión de vivir en la miseria antes que entregarse a la laboriosidad. Ortega había opuesto en este ensayo el hidalgo, amigo de la radical frase demagógica y la intolerancia, al gentleman, quien sabe dominar las circunstancias. Para el Marqués de la Eliseda, en su obra Autoridad y Libertad, el quijotismo había inspirado la sublevación de 1936, y se hacía virtuoso en el aislamiento, en las posiciones políticas y religiosas extravagantes, en un anacronismo valioso en comparación con el avance degradante del resto de las naciones.

El ministro de Educación de la época, J. Ibáñez Martín, afirmaba en su libro Símbolos hispánicos del Quijote que “El Quijote es la primera carta constitucional de la historia literaria”. Una noción que se insertaba en la salvación de la libertad por el Concilio de Trento, al defenderse la acción justiciera del hidalgo “en la época en la que la noción del libre albedrío pido estar seriamente oscurecida”. Como no podía ser de otra manera, la retórica oficial con la que el docto ministro alimentaba a sus oyentes se aderezaba con referencias a la lucha del Quijote contra el letargo nacional de la decadencia, contra el olvido de la propia grandeza y contra el abandono de la lucha en pos de un ideal, que se asignaban a lo que sólo desde los ojos de la extraviada modernidad europea podía contemplarse como locura. La analogía resultaba absurdamente sencilla: volvía la burla del extranjero sobre la cordura española; el sombrío paisaje del mundo contrastaba con la proclamación española de la justicia y la paz; el espíritu permanente de España se encarnaba de nuevo en la tarea del régimen, que había salvado el código cristiano de un pueblo más ignorado que incomprendido.

Para S. Lissarrague “Don Quijote” no se escribe con el ánimo de un escritor del 98 enfrentado a la decadencia española, sino con el espíritu de un crítico del medievalismo, defensor de la modernidad católica singular que España representa. El realismo del hidalgo sostiene una verdad universal, frente al chato particularismo de Sancho Panza, resignado a lo que las cosas son.

Para Garciasol, “El Quijote” era el himno deslumbrante y melancólico, amortiguado por el sentido del humor y la ironía, de un pueblo cuyo “sentido de la realidad era menos valioso que el empuje heroico”. Tal actitud puede suponerse, por el contrario, la base real sobre la que se ha sostenido la grandeza de España hasta llegar a 1936: el quijotismo de la época imperial, el bajo espíritu realista e interesado de Sancho Panza, a partir del siglo XVIII. Antonio Castro Villacañas saldrá al paso de la construcción de un mito de Don Quijote como representación del revolucionario español justiciero, enfrentado a la mediocridad del mundo que desea transformar. Don Quijote es “el cincuentón que busca de viejo las empresas que no se atrevió a hacer de joven, el burgués reaccionario que sólo puede entusiasmar a los viejos de espíritu”.

Para José Antonio Maravall, Don Quijote es un ejemplo de resistencia y detector de las posibilidades de una modernización a la española. Don Alonso Quijano levanta una voluntad inflexible capaz de desentenderse de las limitaciones de la realidad y de fabricar, así, las condiciones de un pensamiento utópico y restaurador. La mejora del hombre habrá de realizarse a través de los efectos beneficiosos de la acción individual, pero ello no excluye una mentalidad reformista y arbitrista que se enfrenta al desorden de la sociedad y al mal gobierno. Para acabar con ellas, y para su perfección personal, Don Quijote se esfuerza en el servicio de las armas, que la sociedad moderna está colocando en manos de un ejército regular. La condena cervantina del anacronismo reconstruye la formulación de una utopía, pero expresa también el reformismo social de un humanista católico. La sociedad que se resiste al cambio, la falsificación de los desafíos de la modernidad o los esfuerzos para preservar situaciones de privilegio son satirizados. Pero el personaje honesto de Don Quijote, a través de la exasperación de una restauración utópica, de un anacronismo caballeresco, desvela las posibilidades del caballero cristiano. La afirmación del reformismo social cervantino, a través de la soberbia reconstrucción del fracaso de un Quijote cuto anacronismo es tratar de resolver las cosas a solas, será matizado por los defensores del beneficioso apoliticismo de los españoles, que podía tener una relación mucho más directa con una visión de la sublevación de 1936 como regreso a un orden natural y, sobre todo, que rechaza la concepción democrática del Estado: “Más que políticos, nuestros escritores de todos los tiempos son misioneros cristianos que quieren llevar al Estado la fe que animará los corazones y los mandamientos que alumbran el sendero de las tareas cotidianas” ( vid. E. Aguado, “El historiador y el político”, prólogo a Miguel de Cervantes. Antología ). El propio Franco, “Caudillo de España por la gracia de Dios”, afirmaba en el Cuarto Centenario del nacimiento de Cervantes: “Las únicas piedras sobre las que lo que se construye no se derrumba son sobre las que se asientan sobre la Ley de Cristo”.

La utilización desaprensiva, en fin, de la gran Literatura Nacional y de la Alta Cultura para justificar el statu quo político es cosa ya muy antigua. El propio Augusto utilizó la Eneida, de Virgilio, para dar gloria y honra a su naciente régimen del Principado, que durará hasta Diocleciano. La fundación de un nuevo régimen ha buscado siempre su prestigio en la cultura nacional, por incultos que sean sus Padres Fundadores. Virgilio, ya moribundo en las playas del Adriático, rogó e imploró a sus amigos Varo y Tucca que hiciesen todo lo posible para quemar los dos únicos ejemplares que existían de su obra más importante, aún no rematada. Tenía la suficiente conciencia y sensibilidad de artista para darse cuenta que el arte verdadero no puede servir a los intereses mezquinos y torpes de la política y los políticos. Como naturalmente Varo y Tucca querían seguir vivos, aunque ello les obligara a incumplir la palabra dada al amigo agonizante, y obedecer así al interés político del momento, encarnado por el divino Augusto.

Hoy mismo, cuando el Gobierno, una Comunidad Autónoma, una Diputación o un Ayuntamiento, rinden homenaje a nuestro más egregio escritor lo hacen primeramente por interés político. Y lo que es peor, el político de turno utilizará frases de la inmarcesible obra cervantina, como testimonios preciosos de autoridad, para cargar de razón y decencia a sus propios intereses políticos, casi siempre mezquinos, rastreros, de baja estofa, y, desde luego, siempre ajenos a la Alta Cultura y al  Gran Arte. La Cultura gestionada por los políticos ya no es cultura, rebajada a una doncella seducida. Y lo presintió Virgilio cuando agonizaba. Y eso que Octavio Augusto fue uno de los líderes más geniales del Mundo Antiguo. Nada con lo que tenemos muy encima, encima o ya tocándonos los hombros.   

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