viernes. 19.04.2024

"Funeral y Pasacalle"

Uno no entiende que haya aún numerosas piezas teatrales de Francisco Nieva que aún no se hayan representado – yo he puesto mi granito de arena llevando a las tablas muy modestamente su “Pasión y Gloria de un Monumento”, con la tramoya magnífica que hicieron mis compañeros César Carrero y Pedro Molero Requena y la música perturbadora de Cristina Salgado -. 

Uno no entiende que haya aún numerosas piezas teatrales de Francisco Nieva que aún no se hayan representado – yo he puesto mi granito de arena llevando a las tablas muy modestamente su “Pasión y Gloria de un Monumento”, con la tramoya magnífica que hicieron mis compañeros César Carrero y Pedro Molero Requena y la música perturbadora de Cristina Salgado -. Incluso algunas de sus obras teatrales, como su magnífica y espléndida comedia Funeral y Pasacalle (utopía en 2 actos), escrita hacia 1971, está aún sin editar – cuando tanto anacolútico y bárbaro escritor se subvenciona por las distintas administraciones españolas -, y su pareja José Pedreira, magnífico pintor, gran actor y profundo conocedor del teatro, intenta con toda dignidad y decoro llevarla a las tablas (“sé muy bien lo que Paco le diría a todos los actores y actrices, y levantar un escenario hasta el último detalle querido por el maestro”, afirma con decidida melancolía este hombre culto y sensitivo). Ahora que ya no tenemos a Nieva, que su vida biológica ha concluido, las autoridades culturales del país, en cuyo fastigio se encuentra un ministro culto y sensible, deberían tomar con celo este proyecto dramático.

Funeral y Pasacalle es una tragicomedia que del tono frívolo-festivo y lleno de la vida aleluyática, festoneada de ingenio, del Primer Acto, pasa a un romanticismo fúnebre con tintes euripídeos en el Segundo, en que la herida naturaleza humana queda muy mal parada.

Imperia y Zoila son las criadas de Ermelina, la verdadera heroína de esta tragicomedia. Imperia es la sirvienta madura sabia y experimentada, de ironías y retruécanos llenos de inteligencia, de la que su adorable ama Ermelina aprendería a hacer los suyos. Zoila es el zote montaraz y animalesco, que sólo puede aportar al principesco hogar su fuerza bruta de doncella selvática. Sus amores con el oso Cagliostro la humanizará y acabará sabiendo hacer oratorias pirotécnicas. Las tres están esperando anhelosas la visita de Grandío, el joven rico que está prometido a Ermelina, y que ésta lo adora porque sin duda presiente que es un maravilloso transgresor, y cuyo influjo sacaría de ella lo más hermoso y alegre. La visita inesperada de la Mariscala, que lleva un sombrero comestible de mazapán, destroza la ilusión infinita que Ermelina tiene en su amor. Provista de un “qué-dirán”, anacronismo tecnológico que en una cajita rococó queda muy bien en la época de la ilustración, anticipo del cotilleo tecnológico de la aldea global, Ermelina se entera tanto de la mala opinión que tiene la plebe de su amor – el democrático rencor de la plebe envidiosa ante el desclasado es infinito -, como la que tiene la nobleza – “no conoce las buenas maneras porque no tiene antepasados”. La llegada del administrador Doloroso confirma la mala opinión generalizada contra Grandío. “Ese hombre es un predicador del desorden”.

Para colmo de males llega Grandío con su oso Cagliostro y confirma las “calumnias” de la plebe y la nobleza. El desastre entra en el palacio de nuestra heroína dieciochesca, a la que parece inmoral ir desnuda debajo de tanta ropa que desde una cabria baja para ser su desnudez insertada en ella. El amor desesperado de Grandío le lleva a transgredir de modo avieso la ficción teatral convenida y chantajea alevoso a su oponente, la celosa y malvada Mariscala, mezclando su persona con la realidad de la actriz.

El segundo acto comienza en el palacio imaginado de Grandío, pobre por compromiso ideológico y estético. Hay un decorado del decorado supuesto de la ya realidad ficticia del teatro, una convención invisible de la convención más tangible en la que viven los personajes como pura imaginación vaporosa de la imaginación escénica. Fantasía o ficción de segundo grado, en donde las camas sin cuja yacen en la imaginación de quien duerme en el suelo. Sujeto diegético de un suceso/sujeto metadiegético. Metateatro con el que reflejar el fracaso ostentoso de la imaginación en el poder ante la dureza de la realidad testaruda (sube el pan y el vino para los pobres). Una dureza incontestable que hasta convierte el palacio de imaginación en objeto de expropiación, en realidad contable para bien de los buhoneros y los reyes de Francia, que convierten en realidad hasta el último jirón de la mentira. No podemos olvidar que la realidad deriva de res-rei, con la que se construye la expresión de “res familiaris” o patrimonio (opuesta, por cierto, a la res publica). La realidad como expresión crematística de la vida.

La sonrisa sardónica y aterradora de Ermelina – la verdadera heroína de la obra, la coherencia suprema del sentimiento auténtico – se nos convierte en un enigma interrogante y acusador para todos. Salvo ella ( y Cagliostro, claro, que resuelve la peripecia como una mano de Dios o deus ex machina ) todos son hijos de la mentira en uno u otro grado. Muy especialmente Grandío, cuya mentira es doblemente mentirosa.

En resumen, nos encontramos ante una magnífica y desoladora obra, sin concesión alguna al consuelo y la esperanza de redención, sobre la esencia mendaz de lo humano. En realidad, la revolución de Grandío no es mejor que la mentira consolidada y madura de la Mariscala. Grandío muere comprendiéndolo y derrotado como uno de esos héroes mitológicos de las Fábulas de Higino. Claro, que la obra puede tener otras lecturas más autorizadas.

Cierto que es una comedia que se convierte en tragedia, sin concesiones y con tintes euripídeos. El oso viene a resultar un deus ex machina, que resuelve fatalmente el destino del héroe. Pero el héroe es Grandío, no Ermelina. Él es quien incurre en la Hamartía trágica al presentarse como lo que en realidad es, un gitano romántico (vid. v. gr. un precedente en Cumbres Borrascosas, de la tonante Emile Bronte), y quien, a consecuencia de la anagnórisis, que en este caso sería el reconocimiento de la verdadera naturaleza de su amada y de la sociedad en general, sufre un proceso de transformación que lo lleva finalmente a la muerte. Es así que Ermelina también podría ser  su gran antagonista. Ella está enamorada de un caballero ideal. Enamorada de su posición social y de su dinero, pero se le desmonta el castillete y lo rechaza (aunque no está muy claro: se dice en la propia obra que Ermelina es tan rica que también haría rico a Grandío con gusto). Pueden más el miedo y las convenciones sociales, la represión, la frustración... Ella es la que extiende la muerte, por no atreverse a vivir con osadía un sueño de amor, de arte y de utopía. Grandío, en su desengaño y desesperación se convierte en un anarquista furioso y asocial. Podríamos evocar aquí el Filoctetes de Sófocles, el Timón de Atenas de Shakespeare, el Misántropo de Moliere...Ahora bien, esta lectura pro-Grandío no puede soslayar el hecho de la muerte voluntaria de Ermelina, y es evidente que quien muere por amor prueba la severa sinceridad (valga la tautología etimológica) que tiene éste como un hecho incontestable y constituyente para el suicida.

En definitiva, presentamos aquí una obra maestra que deseamos muy pronto, ya con pasión, que el profundo y sensitivo don José Pedreira la suba a las tablas nacionales.

"Funeral y Pasacalle"