lunes. 29.04.2024

"Un poema autobiográfico"

La carta que Rubén Darío escribió a la esposa de su gran amigo Leopoldo Lugones constituye la mejor autobiografía que tenemos del padre del modernismo hispánico. La “Epístola a la Sra. de Lugones” se publicó en “Los Lunes” de EL IMPARCIAL en 1907, y formaría parte de la obra El Canto Errante.

La carta que Rubén Darío escribió a la esposa de su gran amigo Leopoldo Lugones constituye la mejor autobiografía que tenemos del padre del modernismo hispánico. La “Epístola a la Sra. de Lugones” se publicó en “Los Lunes” de EL IMPARCIAL en 1907, y formaría parte de la obra El Canto Errante. Juana González era la esposa del genial poeta argentino, y por la cual Leopoldo se suicidaría con cianuro una vez que la muerte se la había arrebatado. Realmente debió ser una mujer bellísima, encantadora y muy sensitiva. La larga carta-poema está compuesta por 300 versos alejandrinos estructurados en pareados con rima consonante. En Rubén siempre hay un esforzado intento artificioso de acomodar al español el estado de cosas de la métrica clásica, si bien libera la cantidad silábica con un espléndido ritmo acentuativo. Por ello Rubén constituye la “época heroica” de la métrica española. Como buen amigo de los clásicos, el divino nicaragüense era consciente de que la rima occidental derivaba sin solución de continuidad de las tendencias estilísticas de griegos y romanos al homoeoteleuton o “similiter desinentia” – consecuencia, a su vez, del gusto por la distribución de los homoeoptota o “similiter cadentia” – en la versificación y en la prosa artística clásica. Dicho de otro modo, los que eran estilemas secundarios y redundantes pasan a ser fundamentales en la rima occidental con acento intensivo, y los que anteriormente eran pertinentes y fundamentales en lenguas con acento melódico ( cantidad de las sílabas, ritmos acentuativos ) quedan redundantes y hasta irrelevantes. Pero el espíritu inspirado de Rubén consigue en su poesía integrarlos. Caso único en la literatura española, junto al zamorano Agustín García Calvo.

Rubén Darío ya había escrito Azul, Prosas Profanas y Cantos de Vida y Esperanza, y por ello, aunque todavía joven, era en aquellos momentos el gran poeta de la literatura hispánica, además del “gran padre y maestro del modernismo en español”. Frisando sólo los cuarenta años el divino poeta nicaragüense ya parece sentirse viejo y cansado. Un ataque de neurastenia, “don que me vino con mi obra primigenia”, le hace imposible continuar como diplomático de su país en Brasil, y se retira a Mallorca extremadamente fatigado para curarse de una enfermedad que le haría tanto sufrir en los últimos años de su vida. Antes de arribar en la sanadora isla había pasado por Buenos Aires, en donde “el milagro de gracia que brota de la mujer argentina” agravó el estado de sus nervios exhaustos. Y, finalmente, antes de instalarse en Mallorca pasa también unos días en París. Y allí, encerrado en su celda de la rue Marivaux, le van a buscar las intrigas, las pequeñas miserias y las ingratitudes. Y se burlan los desaprensivos una y otra vez del cándido y liberal poeta.

Rubén Darío se nos presenta como un gentleman generoso, casi manirroto, que no conoce prácticamente el valor del dinero, que lo gasta en superfluidades epicúreas ( champán, sedas, joyas, flores, perfumes, ropa…), pero dejando claro que no es el hijo de un millonario y que lo que tiene se lo ha conseguido él solo a base de su intenso esfuerzo mental. Como buen hedonista ama la buena comida, los buenos vinos y adora a las guapas señoras, como Juana González. Consumado nefelibata no ha nacido para ser útil a la sociedad moderna, sino que es un producto cultural de la vieja Sociedad de Grecia y Roma. “Me complace en los cuellos blancos ver los diamantes./ Gusto de gentes de maneras elegantes/ y de finas palabras y de nobles ideas./ Las gentes sin higiene ni urbanidad, de feas/ trazas, avaros, torpes, o malignos y rudos,/ mantienen, lo confieso, mis entusiasmos mudos.”

Y por fin llegó a Mallorca, “la terre dels forners”. Y desde allí quiere escribir versos a la guapa esposa de su amigo poeta, “olorosos a sal marina y azahares,/ al suave aliento de las Islas Baleares”. Llama al azul Mediterráneo que baña las playas de Mallorca “Partenopeo”, imagen que podemos relacionar con la etimología, con Nápoles y el mar Tirreno, o con la pureza del azul, tan puro como el de una doncella (“parthenós”), tan claro que es azul celestial. La casa en que habita el poeta se levanta entre un mar y un monte, entre las flores de un jardín fragante, y desde su terraza ve las faenas que hacen los pescadores sobre una mar tranquila, alegre y sonora, en donde siempre se divisa el “vuelo graciosa de las velas de lona”. Por aquel jardín también circulan amigables unos cuantos conejos y unas cuantas gallinas, que le dan a la morada de Rubén una imagen/eidýlion teocritea. En contra de sus malas costumbres, el poeta se levanta temprano y marcha al mercado que está en la Plaza Mayor. “Me rozo con un núcleo crespo de muchedumbre/ que viene por la carne, la fruta y la legumbre./ Las mallorquinas usan una modesta falda,/ pañuelo en la cabeza y la trenza a la espalda”. Es seguro que la sensualidad clásica del poeta se deleitaría en la visión del divino dondolío de caderas de aquellas mallorquinas subiendo las callejuelas.

Recuerda con pasión el poeta que está pisando la tierra en que viviese el gran mallorquín Raimundo Lulio, “limonero de Hesperia”. Rubén subraya que este gran filósofo indefinible y valiente, profundo cristiano, Doctor iluminado, corazón de cruzado, levantó con su filosofía un bosque llenos de altos árboles con nidos de alegres ruiseñores. También recuerda en esta casa de reposo de la Baleares los paisajes que con mano maestra y emocionada pintase Santiago Rusiñol, cuyos aires versallescos, de Naturaleza suavemente domesticada, tanto lo acerca a las andanzas de George Sand, a la que llama “vampiresa” por la docena de hombres que devoró.

Rubén se indigna por no haber conocido antes aquellas islas y aquella tierra, en la que él se identifica como la verdadera patria de su alma, como “griego antiguo que aquí descansó un día”. Él se recuerda seguro habitante de aquellas tierras clásicas. “Cuanto mi ser respira, cuanto mi vista abarca,/ es recordado por mis íntimos sentidos:/ los aromas, las luces, los ecos, los ruïdos,/ como en ondas atávicas me traen añoranzas/ que forman mis ensueños, mis vidas y esperanzas./ Mas, ¿dónde está aquel templo de mármol, y la gruta/ donde mordí aquel seno dulce como una fruta?/ ¿Dónde los hombres ágiles que las piedras redondas/ recogían para los cueros de sus hondas…?” Mientras, diríase que el poeta se va curando y fortaleciendo. “Entre tanto, respiro mi salitre y mi yodo/ brindado por las brisas de aqueste golfo inmenso,/ y a un tiempo, como Kant, y como el asno, pienso,/ Es lo mejor.” Finalmente se despide de su querida amiga, esposa de Lugones, no sin antes volver a reconocer el Mediterráneo como su patria más esencial y verdadera, que como madre buena lo acaba sanando, como Gea a su Anteo. “Mírame transparentemente, con tu marido,/ y guárdame lo que tú puedas del olvido”.

"Un poema autobiográfico"