jueves. 28.03.2024

Política y Amistad

Cuando el filósofo y militar alemán Carl Von Clausewitz dijo aquello de que – abreviando - “la guerra es una continuación de la política por otros medios”, hacía de la política un ámbito de hostilidad esencial, en el que la enemistad, el odio, la envidia, el aborrecimiento, la inquina, la antipatía y hasta la sed de sangre serían sus habitantes principales. 

Mano Política

Cuando el filósofo y militar alemán Carl Von Clausewitz dijo aquello de que – abreviando - “la guerra es una continuación de la política por otros medios”, hacía de la política un ámbito de hostilidad esencial, en el que la enemistad, el odio, la envidia, el aborrecimiento, la inquina, la antipatía y hasta la sed de sangre serían sus habitantes principales. La política quedaría configurada en un gran cuadro de ejércitos y banderías definidos por ideologías y creencias por las que conquistar el poder y desde allí, además de gozarlo, construir los paraísos humanos que tales ideologías y creencias llevan anexos como efectos seguros. Estos ejércitos o banderías estarían integrados por inflexibles militantes que atrincherados en sus verdades no tendrían ningún vínculo afectuoso con los aborrecibles enemigos, malos y perversos por definición. Ya en la Atenas Clásica políticos corruptos como Esquines (el acérrimo enemigo de Demóstenes) sostenía que la enemistad entre los políticos asegura que reine la virtud pública. Lo malo es que Esquines estaba sobornado por Filipo II de Macedonia para entregar a la patria atada de pies y manos. No hay nada más corrupto que un político que usa la virtud para atacar a sus malvados adversarios. “Alabastros celestes habitados por astros”, diría el poeta de “esas bellas princesas que son las Siete Virtudes”.

No cabe duda de que ya es un avance de civilización cambiar las balas y los obuses mortales por los odios cervales e indesmayables que se tienen los políticos de los distintos partidos que pugnan por seducir al pueblo soberano (dixit Gorgias sic) para que les otorgue el poder. Pero siendo esto un avance indiscutible, sobre todo para la carne de cañón que son los súbditos, no colma de satisfacción a la democracia liberal, que exigirá siempre una consideración más humanista de la política, que por serlo no debe perder su realismo, y combatirá el deber fanático de arrojar la mínima posibilidad de entablar amistad con el adversario. Para empezar, odiar a una persona por el solo hecho de estar afiliado o militar en otro partido no es algo propio de un hombre de bien, por la misma razón que Cicerón afirmaba que no puede haber amistad sino entre hombres de bien. Ya los pensadores romanos reconocían que cuando dos amigos no son de un mismo sentir acerca de la República – entendida ésta sencillamente como el ámbito político -, su amistad tiene que bordear terribles escollos para mantenerse indemne. Y que ya si dos amigos pretenden el mismo cargo político será la prueba más difícil que tenga que pasar su amistad. Ningún mal hay mayor en las amistades de hombres ordinarios que la codicia del dinero, y en los hombres mejores la competencia en puntos de honor y gloria política. Aunque Cicerón en su De Amicitia o Lelio no deja de citar algunos pocos de políticos amigos, aún pugnado por el mismo cargo, no deja de reconocer, sin embargo, que con gran dificultad se encuentran amistades entre los que andan compitiendo por el poder político. La contienda política presupone una aspiración interesada, y lo que da a la amistad categoría excelsa es el desinterés. El interés del político engendra siempre suspicacia en el otro político, y esta suspicacia pone una sombra inevitable sobre los afectos más puros.

Ahora bien, si aceptamos que nuestros adversarios políticos sólo pueden ser enemigos, y tratados como tales, estamos haciendo imposible la amistad entre los propios miembros de un mismo partido, pues el amigo, si es de verdad, no puede consentir que su amigo se envilezca mintiendo, calumniando, injuriando y construyendo maquinaciones insidiosas contra los adversarios, dado que el buen amigo sólo quiere el bien de su amigo, y no podría permitir que se hiciese malo sin que él no hiciese algo para impedírselo en nombre de la amistad. Es así que ver a nuestros adversarios políticos como fatales enemigos, haría imposible tener precisamente amigos entre el propio partido al que uno pertenece, pues del grupo que trata a otros con malos deseos sin ninguna razón humana – sólo por creencias y por intereses particulares inconfesables, como son la ambición y la codicia – no puede brotar el noble sol de la amistad. Es así que el odio activo al adversario político imposibilita la amistad entre los compañeros de partido. Pues la amistad, que es la mayor muestra de grado de civilización, según Aristóteles, no puede fundarse jamás en las malas acciones, como son las de hacer daño al adversario político sólo porque tiene otros planteamientos políticos. Es muy difícil, por otro lado, la amistad en los partidos, entre otras cosas porque la amistad toma partido por el individuo en contra a veces del colectivo. Pero decir que es difícil no quiere decir que sea imposible.

La amistad es una isla ética en un mundo carente de moral y en el que todos están en guerra contra todos. Y si queremos que la moderación y la honradez presidan la ejecutoria de nuestros políticos, es necesario desterrar como “metodología política” la enemistad. La Fortuna será una divinidad protectora de España siempre que aparezca unida a la Virtud. La enemistad y el odio al adversario, si vertebran las organizaciones políticas, éstas se conviertan en meras banderías, bandas de prosopónimos llenos de malas emociones, como son el rencor y la furia. Probablemente Clausewitz haya sido el más grande teórico sobre el arte de la guerra, junto a Sun-Tzu y Frontino, pero no siempre es recomendable el uso de las tácticas bélicas de la época napoleónica en una democracia liberal. Sólo podemos concebir la guerra como pura metáfora cuando hablamos de la confrontación política entre distintos partidos en una democracia liberal. Y no es siquiera una metáfora feliz.

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