domingo. 28.04.2024

“La Rosa mística de Rialp”

En aquella iglesia medio quemada por los nuevos iconómacos  de la doctrina oriental – la iconomaquia siempre es oriental -, enmarcada en la Baronía de Rialp ( del latín “rivus albus” ), San Josemaría, en medio de una tenebregosa oscuridad intempestiva, encontró como contestación a sus dudas e incertidumbre, a su terrible angustia lacerante, propia sólo de quien tiene una generosidad infinita y amaba infinitamente a sus hijos, como espaldarazo a su proyecto divino y carisma, entre las santas cenizas del fuego exterminador y bárbaro que había acabado con todas las imágenes y molduras de los retablos, un signo del cielo, una rosa de madera estofada, lignario enigma que el Padre interpretó  durante el largo viaje iniciático hacia la libertad y la vida.

En aquella iglesia medio quemada por los nuevos iconómacos  de la doctrina oriental – la iconomaquia siempre es oriental -, enmarcada en la Baronía de Rialp ( del latín “rivus albus” ), San Josemaría, en medio de una tenebregosa oscuridad intempestiva, encontró como contestación a sus dudas e incertidumbre, a su terrible angustia lacerante, propia sólo de quien tiene una generosidad infinita y amaba infinitamente a sus hijos, como espaldarazo a su proyecto divino y carisma, entre las santas cenizas del fuego exterminador y bárbaro que había acabado con todas las imágenes y molduras de los retablos, un signo del cielo, una rosa de madera estofada, lignario enigma que el Padre interpretó  durante el largo viaje iniciático hacia la libertad y la vida.

La rosa mística que maternalmente les condujo sanos y salvos a la tierra de Andorra, el Egipto de la Obra. Como talismán precioso, como salvoconducto ultraterreno, como certificado rubricado por la Madre de Dios, San Josemaría la llevaba celosamente guardada en su mochila de feble expedicionario con fulgores de misticismo y ejemplo de ascetismo santo, siempre insomne, entre la vigilia y la duermevela. Aquella flor lignaria, supérstite del odio, de madera estofada, ennegrecida por el fuego debelador del pecado, le estaba indicando a San Josemaría que su decisión – escapar de la persecución religiosa que sufría España – era la correcta, la que quería el Cielo.

Aquella rosa mística de madera estofada envolvió al grupo fugitivo en una nube protectora que impidió los viese ninguna de las numerosas patrullas que no paraban de moverse con rigor bélico en aquellos parajes idílicos, de pinos, avellanos, hayas y abetos. La presión del general Solchaga desde Jaca obligaba al variopinto ejército republicano a tener muy controlada militarmente aquella zona sensible. Que catorce personas como patos mareados pasasen delante casi de los ochos grupos de milicianos con los que se encontraron sin ser vistos ni oídos parece un hecho cercano al prodigio o al milagro. Sin duda, Nuestra Señora cuidó de sus alocados hijos.

La noche anterior al encuentro con la Rosa mystica San Josemaría había sufrido un temblor moral que había agitado sus huesos y sus miembros, y tundía su lancinado pecho. Se formó en su corazón una calígine más densa que las tinieblas densas, y la noche misma parecía haberse ocultado en la noche; todo lucero había huido en el firmamento pirenaico.

Las misas que se celebraban a lo largo de la difícil marcha a la libertad, en el marco de la belleza espléndida del Pirineo, salpicadas por la música poderosa, de órgano de catedral geológica, de los estridentes chorros de agua en forma de cola de caballo que bajaban impetuosos y alegres por las paredes de las montañas, revestían una emoción y un sentimiento tan inigualables, provocados por la concentración ascética y mística de San Josemaría, que la espesura acogedora de los árboles centenarios no podía ocultar las lágrimas. La marcha se hacía de noche, emboscados, lo que aumentaba el peligro de una fatal caída al abismo. Los Ángeles Custodios debían estar constantemente vigilantes. Porque la ruta estaba trazada por las zonas más espesas y difíciles para esconderse en caso de que se acercasen los letígeros milicianos. Preocupados porque “sus hijos” comieran, el Padre casi no comía nada, lo que le producía desfallecimientos continuos, por lo que a ratos le llevaban casi en volandas, mientras él repetía para sí: “Non veni ministrari, sed ministrare.” Dormían en establos, apriscos y corrales que dominaban espléndidos paisajes que traían el invierno en su lengua ululante de sueños blancos. En el horizonte las inmaculadas conchestas presagiaban el blancor de la victoria de Cristo.

Llegaron, por fin, a las puertas de Andorra, y esto encendía un fulgor de esperanza en lo que iba a ser la última etapa. Tomaron el camino hacia Sant Juliá de Loria y, de repente, un grato tañido de campanas, el sabor único de la campana cristiana, les avisó de que ya habían abandonado el ámbito del calvario rojo. Enseguida celebró San Josemaría en la iglesia de Les Escaldes, y no en secreto, sino con toda la solemne publicidad, con el decoro que prescribe la liturgia. El Ángel Custodio de los nuevos refugiados políticos se había sin duda encarnado en José Cirera, el buen guía que les había salvado de caer en las emboscadas de los carabineros. De pronto, tras salir de la primera misa en libertad, comienza a nevar y a nevar, a nevar sin cesar. Era el 2 de diciembre de 1937. Se ve que la expedición había cogido milagrosamente la delantera a la nevada. Pronto toda Andorra era una inmensa sábana blanca con algunas manchas construidas por los hombres, una bandera de paz anhelada que lo cubría todo. Cuando le preguntó Mosén Pujol sobre su vida y sus peligros en la España roja, San Josemaría, pacíficamente, con santo sosiego, llegó a decir algo muy sensitivo y profundo:

He sufrido tanto, que he hecho el propósito de no decir ningún sufrimiento jamás.

Ninguna palabra de condenación en su boca. Sólo él se sentía perdido y objeto de su lucha eviterna contra el pecado. San Josemaría, más que cristiano estoico, se hacía cristiano senequista. El hombre bueno de Séneca ya no es el sabio de los estoicos, sino el héroe que cumple su destino.

Mientras, la Virgen de Lourdes esperaba anhelosa la visita de San Josemaría, lejos del terrible clangor de las trompetas de la contienda española.

 

“La Rosa mística de Rialp”