lunes. 29.04.2024

Parábola Política

Nuestro portentoso Santiago Ramón y Cajal pertenecía a la índole o especie de sabio clásico; esto es, seguía el adagio terenciano de que nada de lo humano le era ajeno. Ello le permitió ser un científico genial y un humanista consumado.

En esta segunda vertiente escribió de joven el sabio aragonés una deliciosa colección de relatos titulada “Cuentos de vacaciones”, en los que nos deja estupefactos una extraordinaria prosa castellana que, salvo la de Gregorio Marañón, no la han vuelto a tener nuestros “hombres de ciencia”. Pues bien, en uno de estos cuentos, “El fabricante de honradez”, el doctor don Alejandro Mirahonda, médico querido de la ciudad de, digamos, Valdeviñas, afirmaba acabar de descubrir, por un azar felicísimo de laboratorio, un suero de maravillosas virtudes. “Este suero – decía el doctor -, o dígase antitoxina, goza de la singular propiedad de moderar la actividad de los centros nerviosos donde residen las pasiones antisociales: holganza, rebeldía, instintos criminales, lascivia, fanatismo político y religioso, etc. Al mismo tiempo exalta y vivifica notablemente las imágenes de la virtud y apaga las evocaciones del vicio…”

Una gota del estupendo licor transformó un lobo furioso en can sumiso, leal y apacible. Inyectados bajo la piel de un alcohólico cinco centímetros cúbicos, perdió el paciente toda afición a las bebidas alcohólicas. La misma cantidad aplicada, respectivamente a un ratero profesional y a cierto matón de oficio abolió definitivamente en ellos la impulsión del delito y los convirtió en pocos días en personas morigeradas e inofensivas. Con parecido tratamiento llegaron a olvidar sus antipáticos hábitos un morfinómano y una ninfomaníaca. Fue entonces cuando el doctor Mirahonda propuso al alcalde de la ciudad, hombre culto y sensitivo, que de forma voluntaria tomasen el suero todos los vecinos, de suerte que Valdeviñas podría convertirse en pocos días en el magnífico dechado mundial de la convivencia humana feliz, en donde el hombre alcanzara una vida radiante y buena en toda su plenariedad, un humanismo que ni los filósofos más optimistas sobre la especie humana jamás soñaron. Se acabaría en Valdeviñas la explotación y la pobreza para siempre, los labradores venderían la uva a los bodegueros a un precio justo, a nadie sobraría nada ni a nadie faltaría nada, nadie sufriría la soledad ni el desamor y, por ende, la tristeza, las únicas tentaciones serían el arte, la cultura y la curiosidad intelectual, y el celo por el trabajo bien hecho. No existiría la envidia, ni la codicia, ni la lujuria, ni la vanidad – de tanto arraigo social en Valdeviñas -, ni ninguno de los otros pecados capitales. Se habría llegado definitivamente a un régimen político casi celestial gracias a una vacunación masiva. Los sacerdotes, los políticos, los jueces, los abogados y los sindicalistas dejarían de existir, en cuanto que ya no habría que arrancar ningún mal sobre la tierra. Los deliquios de la gloria habrían bajado al suelo.

Efectivamente, tras la vacunación masiva de moralidad propuesta por el Sr. Alcalde y el Doctor Mirahonda, se produjeron resultados que excedieron los cálculos más optimistas. Cesó enteramente la criminalidad; huídos para siempre parecían el vicio, la codicia y la deshonestidad. Las tabernas, antes vivero de borrachos y hervidero de pendencias, semejaban ahora apacibles y saludables lugares de encuentro, en los que los ciudadanos hallaban alimentos reparadores y sobrios refrigerios. Febril, ansiosamente, como en combate enardecido por la conquista del bienestar, se trabajaba en los campos, en las bodegas, en las almazaras, en las industrias, en los colegios, en los institutos y en las oficinas públicas. Reinaron en los hogares el orden y la economía, con sus naturales frutos, la salud, la alegría y el sentimiento artístico. Cerráronse a cal y canto timbas y lupanares. Purificóse el amor. El hogar, antes frío por la ausencia del padre y el egoísmo de los hijos, convirtióse en delicioso nido, donde aleteaban mirando al cielo la fidelidad y el candor. ¡Era la Edad de Oro que retornaba a la vieja y gastada tierra, trayendo no la ñoña y ruda sencillez del hombre primitivo, sino la amarga pero sabia y fecunda experiencia del hijo pródigo!

Pero a los pocos meses, en medio de aquel sosiego y bienandanza, comenzaron a oponerse a aquel statu quo algunos espíritus cavilosos y descontentadizos, mostrando su inquietud ante el porvenir. Abogados, jueces, los curas, algunos policías, joyeros, personal de la banca, sastres de alta costura, taberneros, etc. comenzaron a manifestar su enfado. Sin vicios, sin malas pasiones, sin queridas, sin arribistas políticos, con salud, economía y trabajo, ¿qué les importaba a los villaviñeses los credos políticos salvadores, las panaceas sociológicas infalibles, la confesión, el alivio de las viejas cuitas de la vida gracias al vino, los créditos para realizar sus vanidades o la joyería? El párroco de la principal iglesia fulminó anatemas contra el doctor, dado que la gente empezaba a dejar de pedir a la divinidad. ¿Para qué pedir a Dios lo que el trabajo y la sobriedad proporcionaban? Si las cosas seguían por este camino llegarían tiempos nefastos en los cuales el rebaño emancipado del dogma se pasaría sin pastor…Por otra parte, el Ayuntamiento recibía menos dinero de aquellos lucrativos negocios que atendían las tentaciones de los débiles vecinos.

Algunos picapleitos ponían el grito en el cielo al ver que durante un año no había ocurrido en el término de Valdeviñas ni una estafa, ni un homicidio misterioso, ni un miserable pleito de falsedad documental. Los políticos más demagogos echaban pestes del doctor Mirahonda, porque aunque prometían al pueblo el oro y el moro, a éste le daba igual y pasaba de ellos. Los comerciantes de artículos de lujo advirtieron con terror creciente baja en los ingresos. A ojos vistas se arruinaban joyerías y altas tiendas de lencería de las marcas más caras. Cerrado el camino del adulterio, ¿quién había de comprar ajorcas, anillos, pendientes o ropa interior? El pecado de la usura, fundamento de la actividad bancaria, al quedar bloqueado por la vacuna moral, desactivó las inversiones lucrativas y la ganancia codiciosa de las distintas sucursales bancarias de Valdeviñas, a las que se tuvo que cambiar a todos sus virtuosos directores.

Llegando así la sociedad a un desorden económico por falta de los pecados fundantes del progreso social y de las instituciones públicas y religiosas, el propio Alcalde, a pesar de ser persona recta y humanitaria, suplicó a su amigo el doctor Mirahonda que restableciera de nuevo químicamente, con una contraantitoxina pasional, la situación anterior de tentaciones y pecados lucrativos. El doctor Mirahonda ya había elaborado el antídoto, esa contraantitoxina pasional, y en tres días, en la plaza de la ciudad se fue inoculando el antídoto, almacenado en unos depósitos inmensos de aluminio, a todos los habitantes, que llegaron a hacer colas de tres kilómetros durante setenta y dos horas. Las dos semanas siguientes fueron de pantagruélico desenfreno, como corresponde a una comunidad humana situada en el dique seco de la virtud impuesta. Exhibióse el vicio con inaudito descaro y desvergüenza. Durante quince días, los habitantes de Valdeviñas vivieron en plena bacanal. Todos los atrasos del amor, todas las deudas del odio, de la vanidad, de la envidia y hasta de la pasión política fueron saldadas en un momento, con escándalo de las personas honradas, que huían en tropel de la ciudad envenenada…Luego, se fue poco a poco volviendo a las dosis normales de pecado.

El señor Alcalde, antiguo poeta, dos meses después de estos sucesos, consignó las siguientes reflexiones en su diario:

“Mientras el animal humano sea tan vario y comparta pasiones de la más baja animalidad, será necesaria, para que el desorden no dañe al progreso, la sugestión política y moral; pero esta sugestión política no deberá ser tan débil que no refrene y contenga a los pobres de espíritu y salvajes de voluntad, ni tan enérgica e imperativa – como los programas de partidos políticos dogmáticos - que menoscabe y comprima en lo más mínimo la personalidad ética e intelectual de los ciudadanos”.

 

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