viernes. 19.04.2024

El tren

Tren
Tren

Pasear al amanecer por la ciudad casi vacía es una actividad placentera y muy relajante. Te calzas las deportivas y te pones los auriculares para escuchar las noticias o algo de música recorriendo un itinerario con el ánimo subido.

Iglesia

Otra cosa es la realidad, porque el runrún de los coches y autobuses o el sonido de las múltiples obras que se realizan en la ciudad te obligan constantemente a subir el sonido de la radio. La contaminación acústica es una molestia habitual en las grandes ciudades.

Como tantas veces, aquella mañana pretendía aislarme del ruido de fondo, entonces, asomó el recuerdo y me atrapó la nostalgia de la niñez, cuando el bullicio era infinitamente menor y los sonidos eran fácilmente identificables.

En Valdepeñas, mis ascendientes paternos vivían en una calle próxima a la vía ferroviaria, cerca de la estación de Renfe. El entretenimiento de mi abuelo después de la obligada visita al mercado era la tertulia junto a otros jubilados, los podías ver apoyados en las traviesas de madera cerca de la “casilla” viendo pasar los trenes. Algunas veces, cuando le acompañaba, poníamos en los raíles una moneda de perra gorda y, cuando ya había pasado algún convoy, si no la había despedido, quedaba deformada  por el enorme peso soportado.

En el silencio de la noche, cuando me quedaba a dormir en su casa llegaban nítidos los sonidos del reloj de la iglesia dando las horas de la madrugada. Y siempre, siempre, el monótono ruido del pasar de los trenes. Mi abuelo era capaz de identificar por la hora o el sonido característico de qué tren se trataba: el rápido de Málaga, el expreso, o los diferentes correos y algún que otro mercancía que llevaban un ritmo más pausado.

Más tarde, el divertimento mayor al visitar a los abuelos era atravesar el paso elevado que permite acceder al barrio de San Pedro, y allí, justo en el centro, dar algunos saltos y apreciar las vibraciones del puente en cuestión. La vieja casa de los abuelos y el puente sobre las vías del tren servirán para recordar a sus ascendientes manchegos.

El tren es algo que siempre ha impresionado la memoria infantil, varias generaciones  soñábamos con un tren de juguete como regalo ideal de los Reyes Magos, desde el clásico tren de lata de Payá a las sofisticadas maquetas de Ibertrén.

Vagos recuerdos de la infancia son los primeros viajes a Madrid. Para realizar el trayecto de doscientos kilómetros que nos separan de la capital del estado había que emplear casi media jornada, sin saber por qué, quizás esperando la llegada de otro tren a la estación cercana el convoy  se detenía en medio de la llanura. En la época de vendimia los más atrevidos bajaban de los vagones y repizcaban en las viñas a ambos lados de las vías, un largo pitido anunciaba la continuación del viaje.

Hay una divertida anécdota sobre las antiguas máquinas de vapor en la biografía  de Curro Romero escrita por Antonio Burgos. Relata el torero que uno de los personajes más graciosos y divertidos era el padre de Manolo Caracol, al que apodaban “Caracol el del Bulto” y el hecho referido le sucedió realmente, y lo contaba con mucha gracia: Que resulta que iban en el tren, en aquellos años del hambre, desde Sevilla a Madrid, en Despeñaperros la máquina de vapor iba que no podía ni con su alma. Cuando llegaron a Madrid, en la estación de Atocha, justo al pasar al lado de la locomotora pegó un zurriagazo de vapor que envolvió en una nube al sujeto. “Caracol el del Bulto” se encaró muy serio con la máquina, y le dijo: -¿Ahora me vas a venir con un roneo de vapor? ¡Esos cojones, en Despeñaperros!

Después vinieron aquellas enormes locomotoras eléctricas verdes e impresionantes, con aquella luz arriba como el ojo de un cíclope. Me fascinaba verlas salir de la curva de la “Reserva” acercándose majestuosamente a la estación. Busco en la Red para recordar su imagen, la serie 278 o la 7800 según la antigua numeración de Renfe, construidas con ayuda de EEUU a cambio de la instalación de bases militares; locomotoras bautizadas popularmente como “Panchorgas”.

Alguna vez he referido que una de las distracciones en la adolescencia era ir a la estación para ver pasar los trenes, íbamos por el Paseo de la Estación detrás de las chicas tratando de ligar. Este hecho concreto me recuerda siempre la preciosa canción de Serrat “Penélope”.

El referido expreso de Algeciras me trae puntuales recuerdos de un amanecer subiendo el desfiladero de Despeñaperros, las cerradas curvas y la lentitud del convoy me permitían respirar el aire limpio de la sierra, una suave brisa que aliviaba la cargada atmósfera y la acidez de las respiraciones nocturnas dentro del tren, un convoy que transportaba a paisanos, algunos marroquíes y muchos soldados que volvíamos de permiso. Algunas horas después recalaríamos en la emblemática estación de Atocha.

Ya lejos de mi ciudad, ausente y cercano a la vez, hago algunos viajes de ida y vuelta en ferrocarril. En uno de ellos practico un ejercicio de atrevimiento tratando de vencer mi timidez. Gracias a mi empeño logro entablar una grata conversación con una estudiante que durante el trayecto me  cantó las excelencias de un alcalde de aquel tiempo, un personaje que a la postre ha pasado a ser uno de esos buenos alcaldes que se recuerdan, me refiero a Esteban López Vega que gobernó Valdepeñas durante tres legislaturas consecutivas.

El tren que llegó a la ciudad a finales del siglo XIX y principios del XX, permitió como en muchas otras zonas el desarrollo de la economía. Sin embargo, ahora el coche y los transportes por carretera han devaluado la red ferroviaria que solo pretende desarrollarse en la alta velocidad, ciudades como Valdepeñas ven reducido el servicio, aunque peor lo tiene Tomelloso.

Con los recortes en las infraestructuras y la obra pública por la grave crisis económica que hemos padecido, muchas actuaciones proyectadas se demoran en el tiempo. Porque aunque el AVE acerca territorios y articula regiones sólo se desarrolla para viajeros, turistas y ciudadanos que deben  tener recursos económicos porque la alta velocidad es más cara.

Las iniciativas turísticas por más que se intentan no dan el resultado apetecido. En nuestra región el Tren Medieval a Sigüenza, el Tren de la Fresa o el prácticamente desaparecido Tren del Vino son intentos loables, pero que no consiguen atraer lo suficiente al viajero. Bien es verdad que el concepto viaje se ha relativizado muchísimo, y ya se ha perdido el concepto romántico del mismo.

Ahora los pasajeros del cercanías con su comportamiento me revelan de cómo ha pasado el tiempo. La gente va aislada frente a una mínima pantalla, como autistas, o acaso vociferando por un móvil sus intimidades, muchos viajeros son de otras razas y otras nacionalidades. Frente a estas apreciaciones puntuales, el servicio es bueno, los trenes son más rápidos, prácticos y cómodos. Algunos de ellos los puedes recorrer de punta a punta sin el recelo que antes producía el pasar de un vagón a otro.

De cualquier forma, el tren es uno de los transportes más seguros y que más me gusta para viajar, más allá de retrasos e incomodidades. Su inconfundible sonido siempre me trae gratos recuerdos, porque el tren es parte de nuestro pasado, pero también tiene un lugar asegurado en el futuro.

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