viernes. 26.04.2024
Con la vida por delante

El infinito no es un ocho "tumbao"

“Cuando el mundo que te rodea se convierte en una caja de cerillas es el momento de salir corriendo”

María leía una y otra vez la frase. El libro que le había recomendado su amiga Luisa era una auténtica castaña. Normalmente solía dar el beneficio de la duda hasta la mitad, más o menos. Pero le estaba costando horrores llegar al límite autoimpuesto. Esperaba que en algún momento algo le sorprendiese. 

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Ilustración de Sara Herranz

Ella era de las que pensaba que lo importante no era como empieza la cosa sino cómo acababa. Pero, a decir verdad, lo único que le había llamado la atención de aquella orgía de nombres, datos y situaciones era aquella frase. Tal vez por le tocaba de cerca, tal vez porque su caja de cerillas se había vuelto muy incómoda. 

María tenía hambre de vivir. El asa de su vieja mochila asomaba por encima del armario. Desde el día que la subió allí junto al polvo y las pelusas no había vuelto a reparar en ella. Pero una noche, sentada en la cama, vislumbró su sombra proyectada sobre la pared. La televisión encendida pintaba de contrastes cambiantes la decoración minimalista de la habitación. El sonido y las imágenes dejaron de existir para sus sentidos. Introvertida miraba en los recuerdos, en aquellos momentos en los que esa misma mochila y ella fueron inseparables.

Ni siquiera los ronquidos de Luis la hicieron regresar. María ya estaba lejos. En el mercadillo de Muros, un martes soleado, en la Avenida de Castelao, a las 9:30 de la mañana. Después de desayunar un café con leche y unas tostadas de aceite y tomate salió del hostal a toda prisa. La destartalada mochila que traía de casa no aguantó el primer viaje y aun le quedaban muchos lugares por visitar. Ataviada con un vestido ligero de lino azul, una chaqueta de punto y un bolso de lana que ella misma había tejido, fue en busca de su única compañera de viaje. En el fondo se alegraba, aquello era una señal.

Caras curtidas por el viento del mar se confundían entre los puestos. Coloridas telas se ofrecían a las muchachas a pleno pulmón, apetitosos manjares recreaban una atmósfera de sensaciones, algarabía de voces con acento se elevaba por encima de las olas. María se movía atraída por el instinto. Se detenía en todas las paradas a sabiendas de que no compraría nada que no fuese lo que vino a buscar. Y no porque no quisiera, ni tenía dinero ni espacio para tanto capricho. Probó las muestras gratis. Todas. Daba igual que fuese queso, un perfume o unas galletas caseras. Gracias por todo, pero sigo con mi camino.

Entre tanta fiesta le dio por mirar el reloj; con ese nivel de estimulación no era difícil perderse. Eran más de las 11 y a las 12 tendría que dejar su habitación. Todas sus pertenecías esperaban desperdigadas sobre la cama y se temía que tendría que llevarlas en modo rústico cutre, es decir, en bolsas de basura. Todavía quedaban unos cuantos puestos más. Acabaría la ruta y volvería con el tiempo suficiente, ya fuese con mochila o con bolsas de basura.

Aquella época fue de causalidades divinas. Y como era de esperar según la sagrada Ley de Murphy, el último de los puestos estaba preparado para abastecer a Indiana Jones, Lara Croft, al rey cosita y su ejército de monadas. Intrépidos aventureros encontrarían allí hasta el arca de la alianza si fuese necesario. María con una mochila que aguantase un año sabático se apañaba.

Ahí comenzó todo. El viaje de su vida. Atrás dejó tres años de carrera de derecho, un novio formal, unos padres enfadados, un futuro prometedor. Delante estaba el mundo, el infinito horizonte, ese que nunca podría abarcar por completo.

Era solo un objeto, pero la mochila cubierta de polvo y pelusas parecía gritar desde las alturas.  Hacía ya más de 10 años que había vuelto. Volvió a la rutina, a la paz simplona de una caja de cerillas, a la seguridad de un trabajo de nueve a tres, a los ronquidos de su futuro marido, al sonido infernal del despertador, a los itinerarios desgastados, a las actividades programadas, a las cadenas de una agenda.

María, con los años, supo ponerle nombre a esa enfermedad que solo unos cuantos locos padecen. Porque cuando el mundo que te rodea se convierte en una caja de cerillas es el momento de salir corriendo.

El infinito no es un ocho "tumbao"