El otoño nos trae el frescor de la tarde, para despejarnos la cabeza con un soplido. Nos trae el cambio de color de las hojas, para mudar nuestras exigencias y pintarlas de deseos. Planea la caída de las hojas para desprendernos de aquello que nos es superfluo, ineficaz, desdeñable. Preparándonos para el venidero invierno, tomando fuerza y energía diferente.
Con su sabiduría infinita, la tierra nos invita a observar y participar este cambio constante, para dejar de luchar por mantenernos iguales; igual de jóvenes, igual de activos, igual de deseables, igual de eficaces... Todo es ciclo, y cada ciclo necesita de su tiempo de renovación, parada, esplendor...
Démosle tiempo al tiempo. Tornemos los verdes en una fiesta de marrones, amarillos, rojos, tierra y ocres. Soltemos amarras y planeemos aquello que dejamos para después; porque no era el momento, porque no se debe... Desnudemos las ramas para alimentar la raíz, el tronco, el alma.
Vamos a pintar, cantar, bailar. Vamos a cuidar nuestro cuerpo, templo sagrado. Planeemos lo que está por venir. No nos cansemos de desear. Abramos la puerta a la familia, la propia y la elegida. Porque forman parte de nosotros, y de los que vendrán. Reconciliemos el calor y el frío, lo pasado y el presente, lo que nos atasca y enfada. Tomemos un respiro, con olor a tierra mojada, para dar el siguiente paso y dirigir nuestro caminar a aquello que nos hace feliz.
Cada otoño no es sino un paso. Hacia una primavera renovada.