martes. 19.03.2024
CON LA VIDA POR DELANTE

No fue el azar, fue la serendipia…

A veces negamos ver las señales, a pesar de las evidencias. Con nuestros pasos nos encaminamos hacia un destino que nos aguarda, en dirección a una maravillosa causalidad que no esperábamos encontrar.

Frida de Lacombe (Copiar)
Frida de Lacombe

Siempre pensó que tenía el plan perfecto. Todo estaba milimetrado hasta el más mínimo detalle. Aún recordaba el día que preparó la maleta en dirección “su futuro”. Estudiaría medicina. Se casaría con Juan, su novio de toda la vida. Tendría un par de hijos, a poder ser la parejita, pero hasta ese extremo no llegaba el control sobre su vida. Tendría un adosado con jardín en un barrio familiar. Viviría cerca de sus padres y hermanos, esa zona de confort que no estaba dispuesta a abandonar. Las vacaciones en las playas de Málaga sería la más excitante desconexión que podría saborear en ese cuadro que había pintado solo para ella. Nada que no tuviese que ver con esa ruta marcada sería considerado.

Pero ¿quién puede escribir su propia historia sin tener en cuenta las señales?.....

Caminaba una tarde cualquiera por un Madrid que brillaba intensamente. La Gran Vía lucía una primavera como pocas. Los escaparates reclamaban las miradas de los viandantes. Flores, pájaros y paisajes inundaban ropas, vidrieras y balcones. Era difícil no sentirse atrapado por una emoción efervescente que hervía en la sangre. La estudiante, incluso con su mente práctica y científica, no caminaba, flotaba mecida por un hormigueo de energía transparente. Las ligeras ropas acariciaban sutiles su joven cuerpo, la casual trenza medio desecha caía sobre su hombro izquierdo. Sobre el derecho, colgaba el asa de la mochila roja que ella misma había customizado con ilustraciones de Lacombe. Tenía veintiún años.

Inspirada por el momento, siguió caminando, ignorando los compromisos que tenía para aquella misma tarde. Un mensaje a tiempo la excusó por motivos sujetos a imprevistos. El Retiro sería su nuevo destino. Saboreó el paseo. La vida le iba razonablemente bien, todo lo bien que había planeado, nada más.

La música sonaba y no solo en su cabeza. Un grupo de gente se arremolinaba alrededor de una guitarra. Así era Madrid. Cualquier rincón era la excusa perfecta para perderse siguiendo un camino hacia nunca jamás. Sonidos, olores, imágenes grandiosas, sensaciones de lo más eclécticas. No era propio de ella escapar de un compromiso. Pero no pudo resistirse, aquel día merecía la pena huir y olvidarse de todo. Se paró a escuchar a una distancia prudencial. En un banco, a unos 10 metros del gentío. Ni siquiera era capaz de ver al artista que puso la banda sonora de una tarde cualquiera de primavera. Cerró los ojos sin temor a sentirse estúpida. Parecía que, por un instante, no era ella misma. La mente científica, la estudiante de lo práctico, de todo aquello que guarda una explicación, simplemente se dejó mecer por la melodía, por la templanza de las sonrisas, por el calor del sol sobre la piel.

Un joven artista, de vaqueros desgastados y manchados de pintura, repartía panfletos de su estudio. Daba clases particulares para salir tirando. El arte es un destino vocacional que no siempre da para vivir. La joven abrió los ojos al sentir un objeto extraño cerca de la cara. Se topó con un joven rubio de ojos verdes que le ofrecía sus servicios con una sonrisa sincera. Ella cogió el papel por educación contestando con una expresión que caminaba hacia una cordialidad empapada de una profunda desconfianza. Él se quedó mirando la mochila roja otorgando, sin hablar, una señal de aprobación desde su modesta opinión de artista. La cosa no duró más de dos minutos. Ella se guardó el papel en la mochila porque tirarlo a la basura al instante le pareció muy grosero, él siguió con la misión de hallar nuevos pupilos que le ayudasen a pagar el alquiler de su estudio / hogar.

La escapada acabaría una hora después. Volvió al organigrama cuadriculado, olvidándose de la fugaz primavera.

Pasaron los meses, llegó el verano. Había superado con creces las expectativas de aquel curso. Podía permitirse unas vacaciones tranquilas y sin sobresaltos; descansar, desconectar. En lugar de ello, se matriculó en un master online que la universidad ofrecía para época estival.

Llevaba unos días con la casa patas arriba. Solía ser muy ordenada, en todos los aspectos de su vida, pero había perdido un pen drive con los trabajos del último semestre. Recordaba perfectamente haberlo colocado en su escritorio, en una cajita verde que había junto al portátil. Allí guardaba todos los pen drive. Eso de extraviar objetos no iba con ella, además del orden, la memoria la aliada perfecta para que esto no sucediese. Ya no sabía dónde mirar, hasta que sus ojos acabaron el rastreo justo sobre la mochila roja. La vació por completo y nada, allí no estaba. Estaba a punto de desistir hasta que se percató de la rotura del forro interior de la mochila. Y, en efecto, allí encontró todo un muestrario de tesoros perdidos que no había echado en falta hasta ese momento. Una barra de labios, un broche de fieltro que le habían regalado en un “amigo invisible”, una tarjeta descuento de la perfumería de la esquina, el pen drive y, por último, el recuerdo de una tarde de primavera que había olvidado por completo. El panfleto del artista le trajo el sonido, los olores, la sensación agradable de ser mucho más que un robot programado.

Al instante, le vino a la cabeza la última conversación con Juan. La distancia y obligaciones de la joven habían hecho mella en la relación. No era capaz de rehacer esa maleta hacia “su futuro” que siempre llevaba consigo. Se habían dado un tiempo de reflexión, ella no volvería a casa ese verano, no deseaba verle. Se quedaría en un Madrid vacío, con su master y algún que otro capricho ocasional. El panfleto del artista aún seguía en la mano. Estaba arrugado, casi no se distinguían las palabras en aquella tinta desgastada en las dobleces. Por primera vez leyó la publicidad. Pablo Moreno, así se llamaba. Era licenciado en bellas artes. Su estudio estaba a tan solo diez minutos en coche.

Un pensamiento le asaltó casi sin darse cuenta. ¿Por qué no? Tendría mucho tiempo libre y lo que menos necesitaba era pensar. A la mañana siguiente se encontró a si misma llamando a la puerta del estudio de Pablo Moreno. Después de las aclaraciones pertinentes, supo que tendría cuatro horas de clase a la semana repartidas en dos horas por sesión los lunes y miércoles de siete a nueve de la tarde. El precio, asumible, lo pagaría al contado el primer día de cada mes. Compartiría clase con un grupo reducido de no más de diez aprendices de artista de lo más variado.

Al principio todo fue un cúmulo de pegas y críticas poco constructivas que intentaban alejarle de ese nuevo camino que le chirriaba como una puerta desencajada. Le costó asumir que realmente disfrutaba de la compañía de aquellos extraños y de la experiencia de redescubrir unas dotes creativas, con respecto a algo abierto a tantas interpretaciones como es el arte, que creía haber olvidado.

Se sentía bien, curiosamente bien. Sus pensamientos apenas reparaban en la existencia de Juan y en su promesa de volver a verse al final del verano. Casi no podía creer en la transformación de sus sentidos. Respirar se había convertido en todo un hallazgo, caminar lento en un placer, saborear al detalle en un poder adquirido que ya nunca abandonaría.

A las puertas de septiembre y del Café Manuela, la joven se encaminaba hacia la cita. Juan la esperaba dentro. Había llegado diez minutos antes de lo previsto, como era habitual. Ella, en contra de lo que él esperaba, llegó en punto. Con traje de chaqueta y corbata, la cajita de terciopelo azul que danzaba entre las manos nerviosas del joven delataba una proposición anunciada. Juan lo tenía claro. Los meses que había estado sin ella le habían hecho comprender cuánto la necesitaba. Ella apareció resplandeciente. Con el pelo suelto, unos vaqueros ajustados y un suéter que dejaba entrever una camiseta ceñida a la figura tras los agujeros. Había cambiado las lentillas por unas modernas gafas de pasta negra. Los ojos negros le brillaban como nunca lo habían hecho. Juan pensó que la emoción la embargaba al igual que a él mismo.

Ella estaba preparada. Llevaba la maleta hacia “su futuro”. Sería capaz de sacar aquellas pertenencias que nada tenían que ver con el nuevo y misterioso destino que le aguardaba. 

No fue el azar, fue la serendipia…